El derecho de familia en españa: breves comentarios sobre problemas muy particulares

Autores/as

  • Jesús Gómez Taboada

DOI:

https://doi.org/10.35487/rius.v1i20.2007.268

Resumen

El artículo analiza el cambio introducido en el ordenamiento español por el cual se legitima el matrimonio entre parejas de un mismo sexo, postura avanzada sostenida por el Partido Socialista Obrero Español a diferencia de la que esgrimía el Partido Popular que había barajado durante su gobierno de opción de uniones civiles. Los argumentos que sustentaron la nueva ley se apoyan sobre todo en la libertad y en la igualdad, ambos valores superiores del ordenamiento jurídico español. Esta tesis no consideró un escollo: el artículo 32 de la Constitución cuyo párrafo primero señala que “El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica”, reinterpretándose
no como que da cobertura sólo a la unión hombre-mujer, sino a la unión
del hombre y la mujer. El autor expone las ideas que se han manejado en contra de tal postura, señalando que la mayoría de ellas son emocionales y que la más racional puede estar a partir de uno de los objetivos del matrimonio que es el de

procrear, cuestión que no pueden lograr
las parejas de un mismo sexo.

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Citas

Sin entrar en mayores detalles, y menos en polémicas, diremos que la ley no va dirigida, necesariamente, a personas homosexuales, sino a las del mismo sexo, sean o no homosexuales. Es decir, podrán contraer

matrimonio dos personas del mismo sexo sin obligación de acreditar su calidad de homosexuales.

En España hay cuatro elecciones diferentes, todas ellas con una cadencia de cuatro años: las generales, que determinan la distribución de las cámaras estatales, Congreso de los Diputados y Senado (esta última,

irrelevante y siempre pendiente de una reforma, poco aclarada, que la convierta en un Parlamento de representación territorial. En definitiva: lo importante es ganar en el Congreso). Las autonómicas, que eligen a los representantes de los parlamentos de las diecisiete comunidades autónomas (más las ciudades autónomas norteafricanas de Ceuta y Melilla) en que se distribuye, territorialmente, el Estado español. Las municipales, que deciden la composición de los ayuntamientos. Y las europeas, que determinan la representación española en el Parlamento Europeo de Estrasburgo (organismo de la Unión Europea).

El psoe obtuvo, en estas elecciones, 164 diputados; y el Partido Popular, hasta entonces en el gobierno, 148. Dado que el Congreso de los Diputados tiene un total de 350 miembros, la mayoría absoluta está

situada en 176. El partido socialista gobierna, por tanto, en minoría, si bien con el apoyo parlamentario de los ocho diputados de Esquerra Republicana de Cataluña (partido independentista catalán) y de los

cuatro de Izquierda Unida-Iniciativa por Cataluña-Los Verdes conglomerado formado por comunistas y ecologistas).

Aunque no lo podemos saber, es posible que la aprobación de esa ley hubiera evitado, o complicado al menos, la aprobación de la de 2005. En cualquier caso, sigue siendo muy conveniente, por no decir indispensable, la armonización del régimen jurídico de las parejas de hecho, heterosexuales y homosexuales, perdidas, en la actualidad, en un mosaico de legislaciones autonómicas que provocan, sobre todo, inseguridad jurídica. Ello, siempre y cuando se considere —como lo consideran los legisladores autonómicos de nuestro país— adecuado el regular estas uniones de hecho.

Para un análisis más extenso, ver Gregorio, Peces-Barba, “Los valores superiores”, en la colección Temas clave de la Constitución española, Tecnos, Madrid, 1983.

“El cónyuge al que la separación o divorcio produzca desequilibrio económico en relación con la posición del otro que implique un empeoramiento en su situación anterior en el matrimonio, tiene

derecho a una pensión...”

De hecho, el propio artículo 97 incluye (número 5º), entre los elementos que deben tomarse en cuenta para determinar la pensión compensatoria, “la colaboración en las actividades mercantiles,

industriales o profesionales del otro cónyuge”.

Este artículo está encuadrado dentro del capítulo dedicado a los “derechos de los ciudadanos” (artículos 29 a 38 de la propia Constitución), grupo formado por una serie de derechos (propiedad,

herencia, sindicación...) de categoría inferior a los que se incluyen entre “los derechos fundamentales y las libertades públicas” (artículos 14 a 28: reunión, asociación, libertad religiosa...). La diferencia radica,

como es lógico, en su régimen jurídico, muy en especial en lo relativo a su protección (recordemos: el derecho son efectos; y, todo lo demás, literatura). En concreto: a) los “derechos fundamentales” y las “libertades públicas” tienen que ser reguladas por Ley Orgánica (artículo 81 de la Constitución española) que requiere la aprobación, por mayoría absoluta, del Congreso —ya vimos que es la Cámara que cuenta—, y tienen un mecanismo de protección excepcional: el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional (artículo 53.1 de la Constitución española); b) los “derechos de los ciudadanos” gozan de reserva de ley, pero esta ley es ordinaria, susceptible, por tanto, de ser aprobada por mayoría simple, y no cuentan, además, con la protección citada del recurso de amparo (un estudio, desde la doble perspectiva procesal y constitucional, de esta vía ante el Tribunal Constitucional lo encontramos en Gimeno Sendra y Cascajo Castro, “El recurso de amparo”, en la colección Temas clave de la Constitución española, Tecnos, Madrid 1983

Vid. d’Ors, Álvaro, Derecho y sentido común, Cuadernos Civitas, Madrid, 1999.

Vid. d’Ors, Álvaro, Nueva introducción al estudio del derecho, Cuadernos Civitas, Madrid 1999.

El Tribunal Constitucional, que no forma parte del poder judicial, es, según la propia Constitución, el máximo intérprete de la misma. Además del recurso de amparo a que antes hicimos referencia, le

corresponde determinar la adecuación a la Constitución de las leyes que se sometan a esta calificación por las personas y órganos que están legitimados para ello. La interposición del recurso no suspende

la aplicación de la norma impugnada —aspecto, como podemos intuir, no menor; además, no siempre ha sido así—. También le compete, por último, resolver los llamados conflictos de competencia, planteados

entre el Estado central y las comunidades autónomas (las leyes de uno y otras no se rigen por el principio de jerarquía —como el que media entre una ley y un decreto—, sino por el de competencia, estando dibujado el cuadro general en los artículos 148 y 149 de la propia Constitución).

En el razonamiento que a continuación planteo, he tenido muy en cuenta el trabajo, inédito, de Eduardo Cid Sánchez, “El matrimonio homosexual: su fundamento”, al cual he tenido acceso por deferencia del autor.

La coactividad o coercibilidad no es exclusiva de las normas jurídicas. Otras, como las derivadas de negocios no amparados por el derecho o de usos sociales también tienen su coacción; en ocasiones más fuerte, incluso, que las de las normas jurídicas. Pensemos, por ejemplo, en las deudas derivadas del juego prohibido: el derecho español no reconoce la exigibilidad (jurídica) de las mismas; en efecto, el artículo 1798 nos dice en su inciso primero que “La ley no concede acción para reclamar lo que se gana en un juego de suerte, envite o azar...” Sin embargo, la sanción social que el jugador moroso sufre puede llegar a ser mucho peor que la derivada de su exigibilidad jurídica. Y el incumplimiento de algunas normas sociales también puede ser muy perjudicial para el transgresor; por ejemplo, “no asistir a un funeral, al que se está obligado por la relación con el difunto o con la familia de éste es imperdonable” (Ángel Amable, Las buenas maneras, Barcelona, 1988).

Así, el artículo 90 del Código Civil, relativo a los convenios reguladores entre los cónyuges en casos de crisis matrimonial, nos dice (párrafo segundo in fine) que “desde su aprobación judicial podrán hacerse

efectivos por la vía de apremio”.

Aunque el matrimonio es un negocio jurídico bilateral, se diferencia del contrato en la posibilidad de desistimiento por una de las partes; pues la regla general en éste, en el contrato, es otra, la recogida, en nuestro derecho, en el artículo 1256 del Código Civil: “La validez y el cumplimiento de los contratos no puede dejarse al arbitrio de uno de los contratantes.”

La regulación de las uniones de hecho es materia bastante compleja. Ya adelantábamos antes que en España hay una creciente “legorrea” en esta materia, traducida en leyes tendentes a igualar los efectos de estas uniones con el del matrimonio; y llegándose, incluso, a imponer esa regulación aunque no haya sido deseada por la pareja de común acuerdo. El Código Civil todavía dice (artículo 45.1) que “no hay matrimonio sin consentimiento matrimonial”, aserto que hoy tenemos que poner en tela de juicio a la vista de algunas leyes de parejas estables no casadas, cuya aplicación se produce ex lege (vid. artículo

de la Ley de 15 de julio de 1998 del Parlamento Catalán).

En el derecho español la representación no viene regulada de manera autónoma y sistemática. Su régimen se da por supuesto y, por esa razón, aparece mencionada en múltiples preceptos. No obstante, sí hay una regulación específica y bastante completa del contrato de mandato, recogida en los artículos 1709 a 1739 del Código Civil. Aunque el mandato es un contrato bilateral y el apoderamiento un negocio jurídico unilateral, jurisprudencia y doctrina no han dudado en aplicar la normativa del primero al apoderamiento. Éste, no obstante, puede existir sin mandato; e incluso apoyarse en otra relación jurídica distinta, como el contrato de trabajo o el de sociedad (respecto a este último, el artículo 1692 del Código Civil nos dice en su párrafo primero: “El socio nombrado administrador en el contrato social puede ejercer todos los actos administrativos, sin embargo de la oposición de sus compañeros, a no ser que proceda de mala fe; y su poder es irrevocable sin causa legítima”).

Toda la regulación del matrimonio en el Código Civil, recogida en el Título iv del Libro i (artículos 42 a 107) fue redactada por la Ley 30/1981 de 7 de julio. Apenas se habían introducido modificaciones hasta la aprobación de la ley

Éste es uno de los artículos que al contraerse el matrimonio en la forma civil debe ser leído por el autorizante (normalmente, el juez o el alcalde), así lo impone el artículo 58 del propio Código Civil.

No hay que olvidar, de todas formas, que el cese efectivo de la convivencia de marido y mujer, según el artículo 87 del Código Civil, “es compatible con el mantenimiento o la reanudación temporal de la vida en el mismo domicilio, cuando ello obedezca en uno o en ambos cónyuges a la necesidad, al intento de reconciliación o al interés de los hijos y así sea acreditado por cualquier medio admitido en derecho en el proceso de separación o de divorcio correspondiente”. No se refiere este artículo a la nulidad, pues la separación de hecho es causa de separación judicial —que no extingue el matrimonio— y de divorcio —que sí lo extingue: artículo 85 del Código Civil—; pero no de nulidad: ésta es una causa de ineficacia, la más grave, que se apoya, como sabemos, en causas coetáneas a la celebración

del matrimonio.

No terminan en el artículo 102 del Código Civil las causas de extinción del poder no recogidas en el artículo 1732. El inciso final del artículo 183 del Código Civil, que nos dice que “Inscrita en el registro central la declaración de ausencia, quedan extinguidos de derecho todos los mandatos especiales o generales otorgados por el ausente”.

Por recoger la idea de manera sintética, es muy ilustrativa la explicación del romanista Álvaro d’Ors, en Derecho y sentido..., Op. cit., p. 125, al decirnos que la representación propiamente jurídica es de derecho natural, entre otras razones, “por la lealtad en que se funda, como elemento esencial, la confianza que ha de tener el representado, que delega su poder en el mandatario que le representa como delegado”.

Desde el punto de vista lingüístico aparecen aquí con claridad las dos formas del participio: el presente, que describe a un actor: poderdante —que da poder—, representado —que representa—; y el participio pasado, que alude a una actitud pasiva: apoderado —que ha recibido poder— y representado —que es sustituido por otro—. En la lengua castellana, como sabemos, el participio presente ya no es una forma verbal, sino que ha sido convertido en adjetivo (constante, prudente) o sustantivo (presidente, representante).

Aparte de las normas sanatorias, por vía de reconciliación, que se mencionan en el texto, hay alguna otra en nuestro Código Civil. El artículo 757 nos dice que: “Las causas de indignidad dejan de surtir

efecto si el testador las conocía al tiempo de hacer testamento o si, habiéndolas sabido después, las remitiere en documento público”; el artículo 856 señala: “La reconciliación posterior del ofensor y del ofendido priva a éste del derecho de desheredar y deja sin efecto la desheredación ya hecha”.

La reconciliación se refiere sólo a la separación y al divorcio, no a la nulidad, la cual es una forma de ineficacia en la que está involucrado el interés público (recordemos que el artículo 74 del Código atribuye al Ministerio Fiscal legitimación activa); y, por tanto, no está en manos de los particulares —los contrayentes— dar marcha atrás en el procedimiento apoyándose en un motivo, la reconciliación, que nada tiene que ver con las causas que provocan la nulidad.

El párrafo segundo de este artículo 88 recoge una norma que, aunque superflua, es muy aclaratoria: “La reconciliación posterior al divorcio no produce efectos legales, si bien los divorciados podrán contraer entre sí nuevo matrimonio.” Es decir, se permite la reincidencia.

No es el único efecto que se mantiene y que, por tanto, no es alcanzado por la reconciliación: el artículo 1443, relativo al régimen económico matrimonial de separación, nos dice: “La separación de bienes decretada no se alterará por la reconciliación de los cónyuges en caso de separación personal...”

Este principio no es sino una manifestación —muy señalada, eso sí— de la libertad como valor superior (artículo 1 de la Constitución española). En el Código Civil el precepto más explícito, aunque no el único, es el artículo 1255: “Los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral y al orden público.”

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Publicado

2016-12-08