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Cuesta trabajo creer que los par-
tidos políticos quieran respetarse
apelando a la moralidad; sin em-
bargo, existen ventajas para ellos:
de otra manera se gana una elec-
ción a corto plazo, pero todos ter-
minan con la “cara sucia” y eso en
varios ciclos nos da una situación
como la actual.
Como derivaciones finales, co-
mento que el sistema electoral ha
pasado por una coyuntura larga que
ha definido en buena medida las re-
glas, y ahora pasa por cambios que
no tienen perspectiva a largo plazo.
En virtud de lo anterior, la reforma
electoral actual está incompleta y
la sociedad necesita introducir su
agenda, no necesariamente com-
partida por los partidos políticos.
E
S
T
A
N
T
E
R
Í
A
La amortajada: Catalina
Xuárez la Marcaida,
Nueva España 1522
Gladys Ilarregui
A continuación presentamos un frag-
mento del libro
Las mujeres de la Con-
quista antes y después de Cortés
, el
cual aparecerá próximamente bajo el
sello de Fomento Editorial de la
BUAP
.
La autora argentina radicada en Esta-
dos Unidos, analiza las relaciones entre
mujeres de los dos mundos, así como
su “empoderamiento” en el encuentro o
ESTANTERÍA
el choque que representó la Conquista
bajo la férula del poder patriarcal y la
importancia de todos estos elementos
en el origen y el desarrollo de la nación
mexicana.
Posiblemente Hernán Cortés sea la
figura más intrigante de la Conquis-
ta por hallarse sumergido en forma
histórica en una cantidad de docu-
mentos que son casi tan oceánicos
como el mar que cruzó para llegar
primero al Caribe y luego como líder
de la expedición en México. Ade-
más de las cinco
Cartas de relación
que se han hecho famosas, el mun-
do documental que lo contiene en
forma directa —a través de su pro-
pia escritura o por dictado— incluye
instrucciones, ordenanzas, proban-
zas, demandas, acusaciones, recibos,
contratos, documentos sucesorios,
cédulas, provisiones, cartas reales
y nombramientos. Una documen-
tación casi tan desbordante como
la riqueza material que dejó tras su
muerte, que ante los escribanos re-
luce en las páginas del inventario
de sus bienes, en donde todo lo que
lo rodea en la Villa de Cuernavaca
es de una calidad insuperable para
la época.
11
Su repostero Francisco
de Tordesillas, va guiando a los es-
cribanos en el repaso de los platos,
jarros, tazas y candeleros de plata
que junto a una cruz dorada hecha
por los indios y cerca de un hos-
tiario de plata quintado, vaciadizo,
que pesa tres marcos, recuerdan la
contradicción auténtica de una vida
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mundana, polígama, inescrupulosa,
junto a los ceremoniales más estric-
tos y convencionales de la religión
de ese siglo. Altos libros de canto de
órgano dorados, un misal guarneci-
do de terciopelo azul, una casulla
con una imagen de Nuestra Señora,
bordada en oro, plata y seda sobre
raso carmesí, dejan intactos en la
observación de estos documentos,
el complejo circuito de las relacio-
nes de poder que Cortés llevara a
cabo con una sed insaciable de as-
pectos político y militar, en el que
las mujeres —el mundo femenino al
que se volcó con la misma voraci-
dad— pasaron a ser parte de todos
esos intrincados juegos de poder.
Las mujeres que estuvieron a su
lado no asumieron la gestión his-
tórica a través de la escritura, y
tampoco quedaron registros subje-
tivos sobre lo personal y privado,
sobre el hombre que las amara y
abandonara y con el que tuvieron
hijos mestizos. Sin la posibilidad
de acceder a una escritura propia,
autobiográfica o de registro domés-
tico, lo que dejan como testigos de
juicio, y en todos los casos a través
del estilo indirecto, son sus voces
registrando una época única. En el
entorno que rodeó a los conquista-
dores poderosos después del triun-
fo contra los mexicas, una nueva
fase del expansionismo ibérico se
ve legitimada en el Nuevo Mundo,
y es al mismo tiempo la explosión
del mestizaje, la complejidad de un
fenómeno de adaptación que co-
mienza con ese primer periodo de
contacto entre las indígenas y es-
pañolas conviviendo en la casona
de Coyoacán. Porque los mestizajes
rompen con la linealidad de las dos
culturas —el Occidente cristiano y el
mundo amerindio— y esas relacio-
nes en el plano de una convivencia
doméstica generan un nuevo regis-
tro de la vida colonial. Según Jose-
fina Muriel,
22
revisando los registros
de Orozco y Berra, encuentra que:
“Formando parte de las expedicio-
nes de Cortés y Pánfilo de Narváez,
se encontraban: Beatriz Hernández,
María de Vega, Elvira Hernández y
su hija Beatriz Isabel Rodrigo o Ro-
dríguez, Catalina Márquez, Beatriz
Ordaz —posiblemente hermana de
Francisca Ordaz—, María de Estra-
da, Beatriz Bermúdez de Velasco,
Beatriz Palacios y Juana Martín”.
A pesar de esa presencia feme-
nina en la conquista, las decisiones
estaban de parte de los hombres que
traían una agenda cristiana, blanca
y patriarcal como parte de su bagaje
cultural para extenderlo en tierras
nuevas. El poder, sin embargo, se
registraba en los dos imaginarios,
puesto que si los conquistadores es-
pañoles esperaban riqueza, las mu-
jeres españolas esperaban lo mismo
pero por vías indirectas: el casa-
miento, la subyugación doméstica
en una casa acomodada de las nue-
vas colonias. Es difícil imaginar los
muchos reacomodamientos de ese
espacio común que compartirían
entre los dos grupos y la compe-
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tencia surgida —en mayor o menor
grado— con las indígenas exóticas
que representaban un nuevo erotis-
mo, aun a su pesar.
La historiografía hispanoameri-
cana habla de “conquistador” y “co-
lonizador” como si ambos términos
estuvieran unidos y como si hubiera
una agenda común a estos hombres
que abandonaron todo por la sed de
gloria, prestigio y reconocimiento
económico. En realidad los mode-
los de los conquistadores fueron di-
versos, como fue diverso el trato a
sus mujeres. En el mismo Cortés se
dan en esa primera fase de la vida
mexicana, por lo menos dos mode-
los femeninos históricamente bien
marcados y antagónicos: Catalina
Xuárez e Itoca Malitzin (en esa pri-
mera mitad del siglo
XVI
). Son ellas
las dos mujeres que deben compar-
tirlo, una desde la isla de Cuba y
otra en plena batalla. De la mujer
española al cuidado de la enco-
mienda acomodada a los volcanes,
la geografía rebelde, la táctica de la
palabra, a la lengua de la Malinche
que facilitaría las cuestiones milita-
res a través de la traducción. Así y
todo no puede postularse que estas
dos mujeres en su reverso compu-
sieran un Cortés diferente. Posible-
mente, en su antagonismo cultural
y social, componían las dos fases de
un mismo objetivo: el poder perso-
nal para Cortés. Al casarse con Ca-
talina Xuárez, Cortés recibe el favor
de Diego Velázquez para liderar la
expedición de México. Al unirse a
la Malinche, la mujer le provee las
llaves culturales de un imperio. Am-
bas, desde la reclusión y la modestia
hasta la fortaleza y la impestivi-
dad del momento bélico, procuran
a este hombre diferentes caminos
para un itinerario que comienza a
los diecinueve años, cuando Cortés
llega a la isla de Santo Domingo.
En perpetuo reacomodamiento,
Catalina aprendería a vivir en una
isla exótica después del abandono
de su patria, en tanto la Malinche,
en otro territorio, debía comprender
rápidamente las claves culturales de
los hombres invasores que desarti-
culaban los rituales de su propia
vida ante circunstancias inespera-
das. Este modelo binario marcó el
siglo para las mujeres, las emigra-
das y las indígenas, bajo reajustes
patriarcales que correspondieron a
una nueva hibridización, exigiendo
mucho más en el frente doméstico
de las mujeres que de los hombres
abiertos a la conquista material y
la batalla.
En el cuadro de costumbres cris-
tianas en las cuales la mujer tenía
un rol dirigido a la casa y el entorno
y el hombre lo tenía hacia la sociali-
zación política es interesante notar,
como lo señala José Luis Martínez
en la recopilación de
Documentos
cortesianos
,
33
desde 1526 a 1545,
que dentro de esa frondosa fuente
documental todavía no completa-
mente digitalizada o catalogada, en
esa marea de papeles personales,
“en esta abundancia de documentos
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cortesianos hay un vacío notorio:
los escritos íntimos y propiamente
personales. ¿Nunca escribiría un
recado amoroso para sus mujeres o
sus amantes, o de cariño para sus
hijos, parientes o amigos? Aquí y
allá quedan breves rastros de sus
afectos, pero nada de sus pasiones”.
Martínez, que ha estudiado los
dos grandes repositorios de los pa-
peles cortesianos, en el Archivo Ge-
neral de Indias y el Archivo General
de la Nación en México, piensa que
en los grupos de documentos estu-
diados a partir del siglo
XIX
y que
incluyen papeles sueltos, listas de
aprovisionamiento de naves, con-
tratos reales, distribución de joyas
y objetos indígenas, no hay un área
de escritura amorosa en el
corpus
de documentación del conquista-
dor, simplemente por pudor. En su
interpretación no piensa que se tra-
te de un marcado narcisismo de un
hombre que escribiendo, dictando,
revisando sus gestiones y pleitos no
pone la menor atención a esa fase
de su interrelación con la mujer
tanto europea como indígena. Esa
participación femenina se descuen-
ta, como la misma interpretación
que lo sumerge en los sueños, la
hechicería y las tácticas y costum-
bres nativas, a diferencia de otros
hombres, como Pedro de Valdivia
en el sur o Juan Jaramillo en Méxi-
co, que dejan documentos laudato-
rios sobre sus mujeres.
44
Cortés no
tiene esa mirada hacia lo femenino,
como en el transcurso de su narra-
ción demuestra tenerla Bernal Díaz
del Castillo. Hay en él un vacío ha-
cia esa presencia de la mujer en la
historia del día a día de México.
Es importante recordar, para las
cuestiones que estamos tratando,
que el amor en los tiempos de con-
quista era una versión más o menos
liberal de un contrato de beneficios
para el hombre y la mujer de la épo-
ca.
55
Y si cabía la pasión, esa fuerza
que las mexicas buscan con sus he-
chizos y conjuros, esa pasión revis-
te otro orden del imaginario y está
posiblemente mucho más cerca de
todo lo que es la construcción indí-
gena del mundo, de la vida, que el
protocolo de una serie de reglas que
el hombre del Renacimiento rompe
para venerar: como la del mismo
status quo
. En esa primera genera-
ción de conquistadores emigrados
hay un repliegue por recuperar lo
que se dejó atrás en un nuevo mun-
do exótico. Viajar por un océano
imposible para volver por ese mis-
mo océano a reproducir un mundo
cuyos objetivos no alcanzaban en
un primer momento y luego col-
man, luego son necesarios. En una
identidad trasladada, los hombres
de Andalucía, Castilla o Extremadu-
ra, originaban una página histórica
que eclipsaba el presente controver-
sial de las etnias indígenas, su plu-
ralidad, su singularidad, y al mismo
tiempo, emergían de sus intentos la
ficción de categorías absolutas que
pudieran resolver en forma más o
menos rápida la transformación de
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una sociedad indígena en una so-
ciedad europea.
No hemos hablado de estos
hombres y mujeres con frecuencia
como “emigrados”; como tales, la
primera fase de Colonia es un in-
tento de recrear el modelo histórico
vigente en la Europa trasatlántica,
consolidado por el catolicismo que
sin duda tuvo una fuerza que con-
movió ese siglo. En el siglo
XVI
no
hay un aparato conceptual gestado
fuera de Dios; lo transgresivo sería
reinterpretado como demoniaco.
Esa idolatría que los conquistado-
res pretenden destruir bajo el modo
de cristianizar como en Occidente,
tampoco se escapa de las catego-
rías divinas, aunque se reinterprete
desde otro ángulo. De modo que al
repasar las voces de aquellas mu-
jeres que hablan y son copiadas en
unos recintos del siglo de conquista
—como las que aquí se verán—, es
importante retener algunos con-
ceptos mencionados en cuanto a
los hábitos históricos, los proble-
mas subyacentes a una convivencia
nueva, singular, en la que el hom-
bre elude los fenómenos propios de
la feminidad y establece sus juegos
de competencia —en Cortés esto se-
ría la norma— al elucidar un nuevo
modo de vida en las colonias.
El caso más concreto es el de su
primera mujer y el reencuentro de
ambos en México. Catalina Xuárez
llegó a Nueva España en 1522. Au-
rora Tovar Ramírez, en su trabajo
1500 mujeres en nuestra concien-
cia. Catálogo biográfico de mujeres
de México
, apunta un brevísimo
esquema bibliográfico de la pri-
mera mujer de Cortés, llamándola:
“acompañe de conquistador”. José
Luis Martínez en su libro
Pasajeros
de Indias
,
la cita como parte del flu-
jo femenino llegado a América entre
1493 y 1600: “Cuando las grandes
conquistas de México y de Perú vi-
nieron mujeres como la María Es-
trada a la que se refiere Bernal Díaz,
soldado y enfermera; otras viajaron
en busca de su marido, como Doña
Catalina Juárez Marcaida, que recu-
peró a Hernán Cortés con quien se
había casado en Cuba”.
Catalina se reincorpora después
del viaje desde Cuba a una casa
donde encontrará todo un tráfico
de humanidades: los vencidos, los
vencedores y la nueva abundancia,
el lujo desmedido de Coyoacán, un
año después de la Conquista. Por un
lado no es difícil imaginar el deseo
que tenía de unirse a su marido tras
dos años de estar separados; por el
otro, nuevas realidades la confron-
tan al querer insertarse ella como
dueña y señora de la casa y al buscar
la protección y la correspondencia
de su afecto en Cortés. Tres meses
después de llegar a Nueva España,
bajo una comitiva de gran festejo
que prepara su marido, Catalina ins-
talada en México muere. Las mur-
muraciones y las sospechas corren
por todo Coyoacán, pero solamente
siete años después de su muerte, la
madre de Catalina puede abrir un
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pedido de interrogatorio para corro-
borar que es Cortés al autor de un
crimen. La madre delega en el hijo
Juan Xuárez la responsabilidad de
llevar a cabo una investigación que
no deje dudas sobre las circunstan-
cias de su muerte, a través de un
cuestionario elaborado que recrea
el escenario de las últimas horas de
vida conyugal.
El propio Cortés había adjudi-
cado al asma la pérdida de su pri-
mera esposa, pero en el ambiente
pueblerino de Coyoacán, una ola de
comentarios dejaba la sospecha de
que no se trataba de un problema de
salud, sino de un arrebato de Cortés,
lo que había puesto fin a la cortí-
sima vida que llevó en la colonia
mexicana Catalina Xuárez. Ese do-
cumento del “Sumario de residen-
cia” fechado el 4 de febrero de 1529
en México,
66
levantado por la madre
y el hermano, se presenta así:
Muy poderosos señores: María de
Marcaida y Juan Xuárez, su hijo,
parecemos ante Vuestra Majestad y
nos querellamos de don Hernando
Cortés, gobernador y capitán gene-
ral que fue de esta Nueva España,
y contando el caso de mi querella
decimos: Que uno días y meses del
año mil quinientos veintidós años,
el dicho don Hernando Cortés, sien-
do casado y velado a ley y bendi-
ción, según manda la Santa Madre
Iglesia, con doña Catalina Xuárez,
hija y hermana mía y de la dicha mi
madre, estando en los aposentos de
Coyoacán, en las casa de su mora-
da, estando la dicha doña Catalina
Xuárez buena y sana, sin saber ni
decir por qué mal o daño hubiese
de recibir, y estando con el dicho
marido don Hernando Cortés. Sien-
do el dicho Hernando Cortés obli-
gado a la mirar y guardar, así por
ser su marido como era, como por
ser justicia mayor el dicho don Her-
nando Cortés, el sobredicho reo, por
mí denunciado y querellado, con
poco temor de Dios y de su rey y
señor, so cuyo amparo todos vivi-
mos, sobre hecho pensado a la di-
cha doña Catalina Xuárez, mi hija
y hermana, sin poder llamar a nadie
que la socorriese, llamando a Dios
Nuestro Señor y a Santa María su
Madre Nuestra Señora, le echó unas
azalejas a la garganta y le apretó
hasta que la ahogó y murió natu-
ralmente.
[...] Otrosí, digo yo la dicha María
de Marcaida, madre legítima de la
dicha doña Catalina Xuárez, que,
porque yo soy mujer y vieja, y no
puedo parecer así en la Audiencia
Real de Vuestra Majestad, Vuestra
Majestad elija al dicho mi hijo Juan
Xuárez, para que pueda seguir y
fenecer este pleito y causa, para lo
cual su real oficio imploro. (Docu-
mentos cortesianos, 76-77)
El reclamo establecido por la
española dice no puede seguir con
el juicio por ser “mujer” y por ser
vieja, pero además existe otro fac-
tor fundamental, que es el hecho
de que la madre no sabe escribir, y
como casi todas las mujeres de su
clase —las emigradas que forman
colonias en el Nuevo Mundo— se ve
impedida de acceder a un universo
de regulaciones jurídicas, precisa-
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mente el universo más candente, en
esa parte del mundo. Luisa Campu-
sano encuentra que las mujeres del
Renacimiento estaban replegadas de
los espacios públicos, produciéndo-
se una sexualización del saber:
77
debemos entender la Colonia como
el tiempo en que, salvo excepciones,
letrados sólo fueron los hombres, y
fueron ellos los que doblegaron o
tradujeron “a su discurso” toda la
realidad y/o elaboración simbólica.
Ellos los que pensaron y explicaron
las ciudades ideales, sus mapas y
diagramas en los periodos funda-
cionales; sus escrituras y leyes en
el plano de la jerarquización so-
cial. Ellos los que realizaron, según
Rama, una “capital función social
desde el púlpito, la cátedra, la ad-
ministración, el teatro, los plurales
géneros ensayísticos. (
Mujeres lati-
noamericanas
, 16)
Este “saber sexualizado” hace
que no haya una nota personal de
la mujer asesinada y que al apagar-
se su vida se cierre esa historicidad,
mientras que para Cortés se abre la
documentación infatigable como
un rastro de sus querellas políticas,
de su personalidad todopoderosa,
una vez que se ha establecido en
Coyoacán, manteniendo un poder
sin paralelo. Este mismo cuadro de
circunstancias hizo que en 1529
se enviaran auditores para recoger
todo tipo de reclamo e información
en su contra,
88
ya que enemigos no
le faltaban. De no haber sido por las
envidias políticas y por sus actos
arribistas, la muerte de su mujer se
hubiera perdido en el murmullo pue-
blerino sin aportarnos documentos
esenciales. Sin duda, el protocolo
jurídico por mandato real propulsó
a numerosos testigos cansados del
manejo inescrupuloso del conquis-
tador, a presentarse defendiendo la
postura de la madre que no podía
aceptar la forma cruel, expeditiva,
en que se había puesto fin a la vida
de su hija emigrada.
Entre los primeros testigos figura
Antonio de Carvajal, incorporado al
ejército de Cortés en Texcoco, don-
de fue uno de los capitanes de los
bergantines. Su testimonio, con fe-
cha de 18 de febrero de 1529, relata
los vicios atribuidos a Cortés, con
el esplendor de la derrota, el dinero
y la fama que acentúan su persona-
lidad mujeriega. Cortés, que evan-
geliza sistemáticamente, no tiene
problemas en practicar una vida
licenciosa tanto con las mujeres in-
dígenas nobles y conquistadas, así
como con las españolas llegadas en
esos primeros tiempos del México
colonial:
Al primer capítulo dijo que este tes-
tigo veía quel dicho don Fernando
Cortés oía misa devotamente e que
por otra parte le parecía este testigo
que no temía a Dios porque se ha
dicho públicamente en esta Nueva
España quél mató a su mujer e a
Francisco Garay y e Luis Ponce, e
porque así mismo se ha echado car-
nalmente con dos hermanas fijas de
Motezuma e que han parido dél, e
319
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que demás desto este testigo vido en
la casa del dicho don Fernando Cor-
tés a muchas fijas de señores desta
tierra e a lo que oyó decir e se decía
públicamente, todas o las más dellas
eran parientas e primas e que con
todas ellas se echaba carnalmente
o con las más dellas e que así mis-
mo oyó decir a lo que se acuerda, a
Francisco Dorduña quel dicho don
Fernando Cortés se había echado
con dos mujeres de Castilla que eran
madre e hija e, que por lo que dicho
ha en la segunda e tercera pregun-
tas, el dicho don Fernando Cortés
no tenía respeto a la obediencia e
fidelidad que debe a su Majestad.
(
Documentos cortesianos
, 58)
Desde luego su primera mujer
no tenía ninguna idea del escenario
con que se encontraría a su llegada
a México y muy poco podía imagi-
nar de qué manera había cambiado
el destino de su marido. Tras dos
años de ausencia, ya que la expedi-
ción a México zarpó de Cuba el 18
de febrero de 1519, Catalina Xuárez
no podía anticipar lo que serían esta
nueva riqueza y este nuevo caos, así
como tampoco estaba al tanto de
las estrechas relaciones de su ma-
rido con Malitzin (Malinche). Una
relación militar, íntima y cultural
—aunque nunca romántica— que se
extendería hasta 1524 cuando Cor-
tés inicia una expedición a lo que
hoy es Honduras en Centroamérica.
Esa presencia que era irremplazable
para sus planes tácticos estaba fue-
ra de la vida de Catalina en tanto
ella continuaba con las rutinas de la
vida acomodada de la encomienda
en Cuba. De hecho, su biografía per-
sonal hasta llegar a la isla, la deja
ver como una mujer granadina en
busca de un buen casamiento con
los hombres emigrados de las colo-
nias, impulsada por el hermano Juan
Xuárez, que había llegado al Nuevo
Mundo con las mismas aspiraciones
de éxito económico. Es su hermano
el que manda a llamar a la madre y
a las hermanas a Cuba, una vez que
recibe un repartimiento de indios,
tras la conquista de esa isla en 1511,
en la que participó con Cortés.
Las mujeres, la madre y las hi-
jas, llegaron formando parte de
las primeras españolas que se re-
unieron con sus compatriotas des-
pués y durante las conquistas del
Nuevo Mundo. Campuzano apun-
ta que entre 1509 y 1519, periodo
de la conquista de Cuba, viajaron
al Nuevo Mundo casi siempre con
destino a La Española, trescientas
ocho mujeres, en grupos familiares
y la mayoría andaluzas.
99
El trasla-
do de Catalina y las mujeres de su
familia se produce primero a San-
to Domingo con la virreina doña
María de Toledo, pasando después
a Cuba donde Cortés la conoce por
su amistad con Juan Xuárez y co-
mienza a cortejarla y a prometerle
casamiento. Esta promesa la toma
en forma muy inmadura, pues al
poco tiempo, con otras mujeres en
mente, se arrepiente.
Como en la Europa medieval los
pactos verbales, la promesa de un
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casamiento, por ejemplo, equivalía
casi al hecho mismo de casamien-
to, muchas mujeres tenían relacio-
nes antes del matrimonio mismo, y
éste fue el caso de Catalina Xuárez,
cuyo compromiso con Cortés era
mucho más que algo personal, era
una cuestión de “honor” en la co-
munidad mínima de mujeres espa-
ñolas emigradas al Caribe. El retirar
esa promesa era una afrenta, y la
intervención de Diego Velázquez,
gobernador de la isla, le impone a
Cortés la tarea de rectificarse, espe-
rando que ese casamiento fuese ce-
lebrado. Cortés obedece las órdenes
y lo hace padrino de su boda, en
un intento de mejorar sus relacio-
nes políticas. Alfonso Toro, en su
brillante análisis sobre este periodo
de la vida del conquistador, opina
que Cortés “contrae más matrimo-
nio con doña Catalina, como luego
diremos, no por amor, sino para re-
conciliarse con Velázquez, evitarse
persecuciones y alcanzar su favor”.
Como en otras ocasiones su per-
sonalidad práctica triunfará sobre
los objetivos románticos, y así ve-
mos cómo este casamiento oscure-
cido por la historia y poco recreado
en su dimensión real, es el que le
permite escalar posiciones para lle-
gar a liderar la expedición a Méxi-
co. Catalina, por su lado, también
tenía aspiraciones de progreso,
que se vieron colmadas con la en-
comienda que manejaba en Cuba,
ya que los conquistadores siempre
obtenían ventajas económico-so-
ciales, y posiblemente enfrentó la
noticia de la expedición de México
con la convicción de que Cortés te-
nía una ambición irrefrenable y que
ambos seguirían ascendiendo en la
escala social de las nuevas colonias.
El matrimonio de los dos, en esos
primeros tiempos, parecía feliz; la
joven se había adaptado al marido
impetuoso. Las cosas en el plano
doméstico marchaban bien, o por
lo menos eso le deja saber Cortés
a Bartolomé de las Casas, comen-
tándole: “estaba tan contento con
doña Catalina como si fuera la hija
de una duquesa”.
1010
Esta tranqui-
lidad se ve interrumpida por los
preparativos para partir al sur de
México. Bernal Díaz comenta en el
capítulo
XX
de su
Historia verdadera
de las cosas de la Nueva España
1111
ese momento en que se le entrega la
flota a Cortés:
Y fue de esta manera: que concerta-
sen estos privados de Diego Veláz-
quez que le hiciesen dar a Hernando
Cortés la capitanía general de toda
la armada, y que partirían entre to-
dos tres la ganancia del oro y plata
y joyas de la parte que le cupiese a
Cortés, porque secretamente Diego
Velázquez enviaba a rescatar y no
a poblar, según después pareció por
las instrucciones que de ello dio, y
aunque publicaba y pregonó que
enviaba a poblar. Pues hecho este
concierto, tienen tales modos Duero
y el contador con Diego Velázquez
y le dicen tan buenas y melosas pa-
labras, loando mucho a Cortés, que
es persona en quien cabe el cargo
321
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de ser capitán, porque además de
muy esforzado, sabrá mandar y ser
temido, y que le sería muy fiel en
todo lo que le encomendase, así en
lo de la armada como en lo demás,
y además de esto era su ahijado,
y fue su padrino cuando Cortés se
veló con la dona Catalina Suárez.
(Cap.
XIX
, 82)
El comienzo de la nueva aven-
tura en la vida de Cortés tendría
efectos innegables en el destino de
Catalina Xuárez, como lo veremos
más adelante, pues despide al mari-
do sin la certeza de cuándo o en qué
condiciones se desarrollaría su vida
futura de pareja. No es, por otro
lado, ilógico pensar que las muje-
res de los conquistadores estaban
acostumbradas a las condiciones
inestables de esos tiempos. Desde el
Caribe había todavía un continente
pleno para explorar y la ambición
que los había hecho salir de España
en primera instancia, continuaba
intacta. Desde el momento en que
cargan las naves con el favor polí-
tico de Velázquez, hasta la caída de
Tenochtitlan, se abre una historia
a menudo demasiado canonizada
para analizar muchos aspectos y re-
veses de esa campaña militar. La in-
trepidez de Cortés y su disposición
absoluta hasta llegar a Moctezuma,
registran una intensidad que difícil-
mente imaginara Catalina, así como
tampoco pudo controlar la enemis-
tad surgida con el gobernador de
Cuba, al desobedecer sus órdenes.
Por esto mismo: distancia y tensión
política, una vez conocida la noticia
del sometimiento mexica, Catalina
no ve otro interés en permanecer
en la isla de Cuba, y a mediados de
1522 se embarca con su hermano
Juan, otra hermana y una comitiva
femenina en una nave que atrave-
sando el río Ayahualulco la reuniría
con su marido.
Varios compañeros de Cortés la
escoltan a su llegada, aunque es-
taban al tanto de que éste, al en-
terarse de la noticia no sentía la
misma felicidad de encontrarse con
su mujer legítima. De todas mane-
ras, en ese momento Cortés ya ha
asumido un protocolo de grandeza
que permite ofrecerle banquetes y
juegos de caña por varios días como
aparentes muestras de contento
ante la llegada inesperada y como
si se pudiera reanudar esa vida co-
mún que tenían en la isla de Cuba.
Bernal Díaz en el capítulo
CLX
de su
Historia verdadera de la conquista
de la Nueva España
precisa así el
momento en que se entera a través
de cartas llegadas a Sandoval de
la llegada de la primera mujer de
Cortés: “Había entrado un navío en
el río de Ayagualulco, ques puerto,
aunque no bueno, que estaba de
allí quince leguas, y en él venían de
la isla de Cuba la señora Catalina
Juárez la Marcaida, que ansí tenía
el sobrenombre, mujer que fue de
Cortés, y la tría su hermano Juan
Juárez, el vecino que fue el tiempo
andando de Méjico, y venía otra se-
ñora, su hermana, y Villegas el de
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Méjico, y su mujer la Zambrana, y
sus hijos, y aún la agüela, y otras
muchas señoras casadas”.
La llegada se celebra con una
comitiva en cada pueblo que iban
atravesando hasta alcanzar la ciu-
dad de México. Mujeres y fiestas,
parecen ser el nuevo modo de re-
crear su tiempo libre. En el hiato
de dos años fundamentales para
su desarrollo político, Cortés había
conocido a la Malinche, y a las de-
más mujeres indígenas nobles que
de acuerdo al testimonio de Antonio
de Carvajal, le permitían al conquis-
tador acceder a todos los placeres
que quisiera. Placeres que Cortés
nunca había dejado de considerar
necesarios, dado su inclinación a la
grandeza y la pomposidad. Recibir a
su mujer, no era pues una circuns-
tancia que le alegrara. Páginas des-
pués Bernal Díaz retoma la llegada
de la mujer de Cuba al epicentro de
la Nueva España en medio de una
gestión política constante por el
clima caótico de la posguerra: “y
en aquel instante había llegado a
Méjico Gonzalo de Sandoval con la
señora doña Catalina Juárez la Mar-
caida, y con el Joan Juárez y todas
sus compañas, como ya otra vez di-
cho tengo en el capítulo que de ello
habla, acordó Cortés de le enviar
por capitán para apaciguar aquellas
provincias, y con muy pocos de a
caballo que entonces le dio, obra
de quince ballesteros y escopeteros,
conquistadores viejos, fue a Calimar
y castigó dos caciques” (Cap.
CLX
).
Durante los dos intensísimos
años de campaña militar había sido
una característica común a los pue-
blos indígenas que visitaba le ofre-
cieran como regalo a mujeres indias
de la nobleza indiana, que termina-
ban entregadas a los diferentes jefes
de la expedición, con el objetivo de
tener descendencia que pudiera her-
manarlos. Los regalos de mujeres se
repetían en cada pueblo con el que
negociaban, en parte por gentile-
za de los caciques y en parte como
una manera de evitar la agresividad
guerrera de los españoles hacia es-
tas poblaciones. Es de esta manera
que Cortés se encuentra con Malin-
che en Tabasco, siendo ella una de
la veinte mujeres regaladas. Hacia
el final de la Conquista, esta misma
práctica mesoamericana se recon-
firma cuando Moctezuma le ofrece
una hija como señal de la estima
entre los dos. Bernal Díaz describe
ese pasaje en el capítulo
CVII
, cuan-
do un día Moctezuma le dice: “Mira,
Malinche, que tanto os amo, que os
quiero dar a una hija mía muy her-
mosa para que os caséis con ella y
que la tengáis por vuestra legítima
mujer.” Y Cortés le quitó la gorra
por la merced, y dijo que era gran
merced la que le hacía, mas que era
casado y tenía mujer, y que entre
nosotros no podemos tener más de
una mujer, y que él la tendría en
aquel grado que hija de tan gran
señor merece, y que primero quiere
que se vuelva cristiana, como son
otras señoras, hijas de señores”.
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Es la primera vez en voz de Cortés
que refiere al casamiento en Cuba,
además de resaltar que como mujer
legítima sólo puede tener una al ser
cristiano. Isabel Moctezuma ofreci-
da por el padre como el más alto
presente, es aceptada y rechazada
momentáneamente, porque estando
instalado en la casa de Coyoacán,
como dueño y señor de incontables
posesiones, siente que Isabel tam-
bién es suya. Al decir de Muriel,
1212
“cuando la tuvo en la casa claudicó
ante la juvenil belleza, tal vez tenía
16 años, y tuvo relaciones con ella,
de las que resultó una hija: doña
Leonora Cortés Moctezuma a quien
legitimó y dotó con 10,000 ducados
en su testamento” (Muriel, 51).
También estaba la Malinche,
cuando Bernal Díaz cita el ofreci-
miento a Cortés. Lo llama “Malin-
che”, que es como desde el capítulo
LXXIV
, comienza Bernal a nombrar a
Cortés, a partir de que siempre esta-
ba con su intérprete, cuya compa-
ñía física e ideológica le permitía ir
persuadiendo a los diferentes pue-
blos, aprovechar una oportunidad
táctica o conseguir regalos sucesi-
vos de oro y mantas de plumas y
mantenimientos y mujeres. Catalina
no le había proporcionado ninguna
de las cosas que Cortés admiraba en
la Malinche —y por la cual la hicie-
ra su compañera inseparable—, no
podía seducirlo a través del poder
que la indígena le proveía y no te-
nía hijos con él. En transcurso de
dos años, Hernán Cortés había tam-
bién asistido al nacimiento de un
hijo varón que lo llenaría de orgu-
llo: “Don Martín Cortés el bastardo,
debía de tener por la época de la
llegada de Catalina (agosto de 1522)
a lo más un año de edad; pues aún
cuando nos ha sido imposible ave-
riguar con exactitud la época de su
nacimiento, debe tenerse en consi-
deración que las relaciones de don
Hernando con doña Marina comen-
zaron en julio de 1519, al marchar
Portocarrero para España; y que en
1523, cuando se casó Marina con
Xaramillo, ya era nacido Martín”,
según escribe Toro.
Con sede en Coyoacán, puesto
que la ciudad de México había que-
dado en un deplorable estado sani-
tario, Hernán Cortés se instala en
una casona que ha hecho construir
y donde no faltan todos los lujos
inherentes a su nuevo estado social.
Es precisamente allí y en uno de
esos acontecimientos sociales cons-
tantes en la casa de Cortés, que tres
meses después de llegada a Nueva
España se desarrolla el drama en
donde Catalina Xuárez muere. En la
declaración que hiciera Isidro Mo-
reno en el proceso judicial contra
Cortés, refiere lo que había pasado
esa noche.
“La Marcaida” había dicho a uno
de los soldados de su marido, Solís:
“Vos Solís, no queréis sino ocupar
a mis indios en otras cosas de las
que yo les mando, y no se face lo
que yo quiero.” A lo que el capitán
respondió: “Yo
señora no los ocu-
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po, allí está vuestra merced que los
manda y ocupa.” Entonces Catalina
replicó: “yo os prometo que antes
de muchos días, haré de manera que
nadie tenga que entender en lo mío”.
Entonces Cortés le responde: “¿Con
lo vuestro señora? ¡Yo no quiero
nada de lo vuestro!”, por lo que la
humillaba públicamente implican-
do su origen humilde. La mujer se
retiró angustiada del banquete, con
lágrimas y sollozos y fue derecho al
oratorio.
Lo que sabemos de la vida ma-
rital que llevaban Cortés y Catalina
desde su nuevo encuentro posterior
a la caída de Tenochtitlan aparece
documentado a través de la cama-
rera, Ana Rodríguez, una testigo
que presenta el hermano de Cata-
lina para ser interrogada sobre esa
noche en Coyoacán. En su declara-
ción ella deja ver la infelicidad que
tenía Catalina apenas llegada a esa
nueva vida de colonia mexicana. El
primero de marzo de 1529 la testi-
go declara que Catalina está sana
y feliz, pero esa noche antes de ir
a la cama entra en el oratorio para
rezar:
e que la noche, cuando se quiso ir
acostar, entró a facer oración a un
oratorio que tenía en la dicha casa e
cuando salió la vido salir este testigo
demudada de la color y este testigo
le preguntó que qué había y ella le
dijo que la llevase Dios deste mundo
e que este testigo le oyó rogar a Dios
estando en el dicho oratorio que la
llevase deste mundo. Preguntando
si sabe la cabsa porque la dicha
doña Catalina rogaba aquello a Dios
e tenía aquel descontento, habiendo
tan poco tiempo como había que era
venida en estas partes e tantos días
así mismo que estaba ausente de su
marido en la isla de Cuba donde la
dejó, mayormente habiendo seido
maltratada de la justicia que a la
sazón era en la dicha isla de Cuba,
e al tiempo que decía esto, la dicha
doña Catalina estaba con su marido
e en prosperidad, dijo que cree este
testigo que a lo que la dicha doña
Catalina Xuárez daba a conocer era
celosa de su marido e que cree que
por eso tenía algún descontento
porque el dicho don Fernando fes-
tejaba damas e mujeres que estaban
en todas partes.
Por este testimonio anticipamos
la contrariedad que habrá represen-
tado para Catalina el reencuentro,
no sólo por la magnitud de esta
victoria militar sino por toda esta
situación femenina creada en su
ausencia. El tributo de la mujer in-
dígena a través de su sexualidad, si
bien no era desconocido en la isla
de Cuba, revestía un carácter me-
nos caótico y prolífico que el que su
marido estaba acostumbrado a lle-
var, sintiéndose el ejecutor de una
página de gloria sin precedentes
para España, tras haber conquistado
México. La ideología patriarcal de
los seguidores y amigos directos de
Cortés tampoco le proporcionaba un
espacio —como lo demuestra su diá-
logo con Solís— y es en ese cruce de
“intermedios” que su persona debe
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negociar un espacio prácticamente
imposible al no tener una función
política, o “cosmética”, como dama
y señora de la casa. Tras los llantos
y rezos en el oratorio, Catalina se di-
rige a su recámara, donde se acues-
ta. Pasado poco tiempo se une a ella
Cortés, quien ha dejado el banquete
y se queda solo con su esposa. Un
poco después, según testimonios de
las mujeres de la casa, reciben el
llamado de Cortés pidiéndoles que
enciendan la luz, que Catalina ha
muerto en sus brazos.
C
Á
T
E
D
R
A
¿Puede hablarse de una
filosofía del derecho?
Modesto Saavedra López
El autor es catedrático de filosofía del
derecho de la Universidad de Granada,
España y doctor
Honoris Causa
por la
Universidad de Camagüey de Cuba. Con
este texto inicia una serie de comenta-
rios relativos a la filosofía del derecho,
los cuales serán publicados en cada edi-
ción de
IUS
.
El objeto de la filosofía del dere-
cho es el derecho en su conjunto
y todo lo que tiene que ver con él,
fijándose sobre todo en sus aspec-
tos más genéricos y más profundos.
Comparte con las ciencias jurídicas,
formalmente, el mismo objeto, pero
el foco de su percepción no es el
mismo, por lo que la realidad apre-
hendida por la filosofía del derecho
no es idéntica a la realidad de las
ciencias jurídicas. Digamos que la
filosofía del derecho no versa sobre
una realidad objetivada, existente
en el espacio y en el tiempo, sino
más bien sobre una realidad abs-
tracta o ideal.
Las ciencias jurídicas, en cam-
bio, se ocupan de cosas, por decirlo
así, más tangibles y concretas. El
objeto de las ciencias jurídicas está
enmarcado por el derecho en vi-
gor, o sea, por el derecho realmente
existente, mientras que el objeto de
la filosofía del derecho trasciende
el derecho en vigor a la búsqueda
de una aclaración o explicación de
su sentido último, y por tanto, del
sentido del derecho como tal. Dicho
de otra manera, la porción del mun-
do propio de las ciencias jurídicas,
el sector de la experiencia que ellas
acotan y analizan, y respecto del
cual han de ser contrastadas para
confirmar su valor epistemológico,
es el derecho positivo. La filosofía
del derecho no se reduce a analizar
ese objeto, sino que amplía su re-
flexión para abordar muchos datos
que no están contenidos, o no están
plenamente contenidos, en el dere-
cho positivo.
Hay distintas ciencias jurídicas,
o distintas formas de cultivar la
ciencia del derecho, según cuáles
sean los aspectos del derecho po-
sitivo que al investigador le inte-
CÁTEDRA