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Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal
* Recibido: 29 de marzo de 2010. Aceptado: 20 de abril de 2010.
** Profesor de derecho constitucional en la Universidad de Buenos Aires (
roberto.gargarella@gmail.com
).
R E S U M E N
El presente artículo realiza un análisis del dere-
cho constitucional latinoamericano, enfatizan-
do que éste, en términos generales, es resultante
del acuerdo entre liberales y conservadores que
se produjo en los inicios del siglo
X X
, caracte-
rizándose por seguir patrones foráneos y ser
poco original en relación con las propias proble-
máticas del área. Así, puntualiza cómo muchas
de las contribuciones realizadas han quedado
atrapadas en el marco de la inclusión de dere-
chos, hasta conformar largas listas. Sobre estas
consideraciones se hace una valoración de las
reformas constitucionales producidas en las úl-
timas décadas y de la necesidad de que vayan
acompañadas de cambios estructurales.
P A L A B R A S
C L A V E
:
Derecho constitucional lati-
noamericano, cambios constitucionales en La-
tinoamérica, rasgos del derecho constitucional
latinoamericano.
A B S T R A C T
This article analyzes Latin American consti-
tutional law emphasizing that it generally is
a result of the agreement between liberals
and conservatives that took place in the early
twentieth century, characterized by following
foreign patterns and not very original in re-
lation to their own problems areas. Thus po-
ints out as some of the many contributions
that have been trapped under the inclusion
of rights have ended up forming long lists. On
these considerations an assessment is done of
the constitutional reforms produced in recent
decades and the need to be accompanied by
structural changes.
K E Y
W O R D S
:
Latin-America constitutional law,
constitutional changes in Latin-America, Latin-
America constitutional law features.
APUNTES SOBRE EL
CONSTITUCIONALISMO
LATINOAMERICANO DEL SIGLO
XIX. UNA MIRADA HISTÓRICA*
NEW LATIN-AMERICAN
CONSTITUTIONALISM AND
POLITICAL CONSTITUTIONALISM
XIX CENTURY
Roberto Gargarella**
31
APUNTES SOBRE EL CONSTITUCIONALISMO LATINOAMERICANO DEL SIGLO XIX.
..
Sumario
1. Introducción
2. Sobre la estructura constitucional vigente
3. Sobre las (débiles) propuestas constitucionales del progresismo
4. Derechos económicos y sociales
5. Hiper-presidencialismo e izquierda
6. El “proyecto moral” de la izquierda
7. ¿Cómo se modifica el orden constitucional existente?
8. Breves conclusiones
1. Introducción
1
En los últimos años, numerosos países latinoamericanos encararon procesos de
reforma constitucional: Argentina en 1994, Bolivia en 2009, Brasil en 1988, Co-
lombia en 1991, Ecuador en 2008, Nicaragua en 1987, Paraguay en 1992, Perú
en 1993 y Venezuela en 1999. Este movimiento incluye, además, a países que
introdujeron en sus textos enmiendas constitucionales importantes, tal como
ocurrió en casos como los de Costa Rica, Chile, México o Venezuela.
Una pregunta relevante se refiere al valor y significación de lo que los lati-
noamericanos hemos hecho en estos años a nivel constitucional. Más específi-
camente (y reconociendo la capacidad limitada que puede tener, en cualquier
caso, una reforma constitucional para transformar la realidad) nos debemos
preguntar: ¿hemos hecho lo mejor posible, dentro de los obvios límites en que
nos movemos, para mejorar la calidad de nuestras instituciones y contribuir
al logro de una sociedad más justa, igualitaria, democrática? Mi impresión es
que no. Según entiendo, aun si tomásemos concepciones muy poco exigentes
sobre valores como los citados (igualdad, democracia, justicia), la conclusión
debiera ser que nuestra contribución al mundo constitucional ha sido, hasta
el momento, más bien pobre. Creo que los latinoamericanos hemos tendido a
realizar reformas movidas por objetivos de muy corto plazo (muy habitualmente
la reelección presidencial); hemos estado movidos por fuerzas inerciales más
que por convicciones; hemos copiado frecuente e innecesariamente algunas
pálidas instituciones adoptadas en el contexto europeo (
i.e.
, el Consejo de la
Magistratura);
2
no hemos utilizado suficientemente —ni nosotros ni nuestros
1
Este escrito se relaciona con un proyecto mayor, y de más largo alcance, referido al constitucionalismo regional.
Una versión expandida del mismo será presentada en Bogotá, Colombia.
2
Adoptado en Constituciones como las de Argentina, 1994; Colombia, 1991; Paraguay, 1992; Perú, 1993, entre otras.
Véase, por ejemplo, mi trabajo “Recientes reformas constitucionales en América Latina”,
Desarrollo económico
,
vol.
36, núm. 144, 1997, pp. 971-990.
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pares en el mundo— nuestra imaginación constitucional; nos hemos repetido, y
después de más de dos siglos del nacimiento del sistema representativo, tal como
señalara el politólogo Adam P
R Z E W O R S K I
, seguimos sin hallar innovaciones insti-
tucionales apropiadas para los fines que nos proponemos. Lamentablemente,
agregaría, nuestro sistema institucional sigue estando marcado por los mismos
rasgos inatractivos que lo marcaron desde su nacimiento.
3
Lo dicho no sería del todo preocupante si no fuera por al menos dos razones
adicionales, como las que voy a mencionar a continuación. En primer lugar,
nuestro sistema institucional, tal como lo he intentado defender en otro lugar,
se sigue distinguiendo por sus rasgos elitistas.
4
La mayoría de nuestras Cons-
tituciones fundacionales —las que dieron soporte a nuestra base institucional
actual— fueron el producto de un pacto de elites liberales y conservadoras que
organizaron una estructura de poder contramayoritaria, sesgada en contra de la
intervención masiva de la ciudadanía en la política. En segundo lugar, el papel
de nuestras fuerzas progresistas en los procesos de reforma constitucional no ha
demostrado ser, hasta el momento, muy interesante —a veces por la poca forma-
ción de sus miembros, por su falta de conocimiento de alternativas instituciona-
les atractivas, o bien por su falta de convicciones genuinamente igualitarias—.
5
Lo cierto es que las fuerzas progresistas que han actuado dentro de nuestros
procesos constituyentes no tendieron a introducir reformas interesantes. Su par-
ticipación, en tal sentido, estuvo lejos de alcanzar el impacto prometido por su
presencia. De modo muy habitual, la actuación de estos grupos se dirigió, más
bien, a bregar por la inclusión de más derechos dentro de la Constitución (lo cual
no deja de resultar paradójico por razones como las que expondré enseguida).
En definitiva, los grupos más progresistas dentro de las convenciones constitu-
yentes mostraron —de manera común— dificultades para articular un discurso
de cambio atractivo, expresado en propuestas de reconstrucción constitucional
3
En mi opinión, las principales excepciones, en este sentido, están representadas por Constituciones como las de
Ecuador y Bolivia, aprobadas en 2008 y 2009, respectivamente. Con todas sus enormes imperfecciones e inconsisten-
cias, ambos textos —y muy especialmente el de Bolivia— representan un intento de una mayor innovación institucio-
nal. La nueva Constitución de Bolivia, en particular, responde además —y como pocas otras— a un objetivo principal
de crucial importancia para la izquierda, cual es el de la integración política y social de un sector mayoritario de la
población —el sector indígena— tradicionalmente excluido del poder por las minorías gobernantes.
4
Véase
The Legal Foundations of Inequality
,
Cambridge, Harvard University Press, 2010.
5
Una cuestión clave, tan importante como difícil de responder, se refiere a cómo definir la idea de “fuerzas progre-
sistas” o “de izquierda” (términos que en adelante, y por ahora, tomaré como sinónimos). Provisionalmente, asociaré
dichos términos a lo que fue la tradición radical-republicana que podemos encontrar en la historia constitucional
latinoamericana, y que asocio —es mi interpretación— con dos rasgos fundamentales. Primero, una marcada vo-
cación por fortalecer el poder del pueblo y de sus representantes en el proceso de toma de decisiones y, segundo,
una preocupación por los aspectos sociales de las nuevas comunidades entonces nacientes, y que se traducía de
modo habitual en una preocupación por la igualdad, que implicaba trabajar por mejorar la suerte de los más des-
favorecidos.
33
APUNTES SOBRE EL CONSTITUCIONALISMO LATINOAMERICANO DEL SIGLO XIX.
..
consistentes con los ideales igualitarios que pregonaban. En las páginas que
siguen me ocuparé de reflexionar sobre las reformas constitucionales que se han
ido dando en la región latinoamericana en las últimas décadas, y en particular
prestaré atención a las (limitadas, imperfectas) contribuciones de los grupos más
progresistas en esos procesos de cambio, enmarcados en un
statu quo
constitu-
cional de carácter regresivo, desigual e injusto.
2. Sobre la estructura constitucional vigente
Quisiera dedicar esta sección y la siguiente a reforzar dos de las afirmaciones
adelantadas en la introducción, y relacionadas con
i)
el marco institucional de
raíz elitista en el que nos movemos, y
ii)
la debilidad de las propuestas de cambio
ofrecidas por el progresismo dentro de ese esquema vigente.
Sobre lo primero, dedicaré esta sección a reafirmar la idea según la cual
muchas de nuestras Constituciones surgieron de un acuerdo entre fuerzas con-
servadoras y liberales. El conservadurismo estuvo representado, desde la época
de la conquista, por grupos tradicionalistas, hispanistas y católicos, que bregaron
por una política de la “espada y la cruz”, es decir, por una política que ponía
en el centro de la misma a la religión —y así, a la restauración de los valores y
tradiciones supuestamente amenazados por el discurso revolucionario indepen-
dentista, de raíces francesas— y que requería, para ello, de una autoridad gu-
bernativa poderosa, concentrada, centralista, capaz de asegurar para el futuro el
orden entonces amenazado. La segunda fuerza, la de los liberales, se opuso a la
primera en su inclinación habitual por un poder más equilibrado políticamente,
y más tolerante en términos de moralidad.
Notablemente, las fuerzas conservadoras y liberales aparecieron como fuerzas
enemigas y antitéticas durante buena parte del siglo de la independencia, lo
cual se manifestó, a lo largo de todo el continente, en sangrientas batallas que
llevaron al exterminio de muchos de sus miembros. Sin embargo, en la segunda
mitad del siglo, la situación escuetamente descrita comenzó a variar, entre otras
razones, a partir del surgimiento o reverdecimiento de grupos con demandas más
democráticas que proliferaron en todo el continente, sobre todo al calor de las
revoluciones europeas de 1848. En todo caso, lo cierto es que la última porción
del siglo
X I X
atestiguó un paulatino acercamiento entre ambas fuerzas, que se
tradujo en acuerdos políticos que, en muchos casos, quedaron explícitamente
plasmados en pactos de tipo constitucional. Dicho pacto se advierte en la Con-
vención Constitucional argentina de 1853, en la de México de 1857, en países
como Perú y Venezuela hacia los años sesenta, y —ya hacia finales del siglo— en
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Chile (con las reformas liberales del orden conservador) y Colombia (con las re-
formas conservadoras del orden liberal).
El pacto liberal-conservador resultó entonces sorpresivo pero en absoluto
inexplicable. Finalmente, ambos grupos tenían, a pesar de sus diferencias, mu-
chos objetivos en común. Su principal punto de diferencia se encontraba en
temas como el religioso: mientras unos querían el establecimiento de un orden
favorable al imperio de la religión, los otros defendían, por una diversidad de
razones (que iban desde la necesidad de atraer inmigrantes, hasta ciertas convic-
ciones ateas en algunos de sus miembros más osados), un orden constitucional
más abierto. Liberales y conservadores diferían, también, en cuanto a la mayor
o menor concentración que proponían para la autoridad nacional y política.
Sin embargo, como dijera, los espacios compartidos entre ambas fuerzas eran
también amplios. A ambos grupos les interesaba la defensa de la propiedad, a
la que veían amenazada por las demandas crecientes de grupos políticamente
cada vez más demandantes. En tal sentido, además, liberales y conservadores se
mostraban temerosos de las consecuencias posibles, previsibles, de un masivo y
activo involucramiento de las masas en el sistema de toma de decisiones.
El resultado de los acuerdos que se dieron entre liberales y conservadores
implicó la adopción de un esquema constitucional que supo combinar rasgos
valorados por ambos grupos. El producto finalmente adoptado, en una mayoría
de países, representó entonces un híbrido: un sistema de tipo liberal, organizado
a partir de la idea norteamericana de los “frenos y contrapesos”, pero desbalan-
ceado gracias a una autoridad ejecutiva más poderosa, como la demandada por
los sectores conservadores. Del mismo modo, se crearon entonces órdenes legales
que, por lo general, consagraron la tolerancia religiosa pero que —como en el
caso argentino— dejaron en un sitial privilegiado al catolicismo, o documentos
escritos que (como modo de resolver un tema que parecía irresoluble) se deci-
dían por hacer silencio sobre el tema —como el caso de México en 1857—. Así
también, se alumbraron sistemas de organización federal en lo declamativo, pero
unitarios en la práctica, o sistemas “centro-federales” destinados a combinar, de
modo más o menos infructuoso, las antitéticas exigencias de ambos grupos en
la materia. En todos los casos, liberales y conservadores se pusieron de acuerdo
en la consagración de protecciones especiales para ciertos derechos (la propiedad
contra las confiscaciones; el domicilio y los papeles privados frente a las requisas
injustificadas; la libertad personal básica ante las diversas formas de la esclavi-
tud). Por lo demás, ellos coincidieron en la creación de ordenamientos políticos
excluyentes, poco afectos a la participación popular, y que establecían trabas
para la consagración de derechos políticos formales y sustantivos para las masas.
Se trataba, en definitiva, de la constitución de ordenamientos contramayoritarios
35
APUNTES SOBRE EL CONSTITUCIONALISMO LATINOAMERICANO DEL SIGLO XIX.
..
en un sentido estricto, es decir, ordenamientos que establecían trabas para la
participación política de las mayorías y que depositaban los nombramientos y las
decisiones públicas más importantes, así como la “última palabra” institucional,
en órganos que no eran controlados directamente por la ciudadanía, y frente a
los cuales el ciudadano común tenía sólo un dificultado acceso. Éste es, según
entiendo, el difícil marco constitucional en el que se encuentran insertas, todavía
hoy, nuestras incipientes democracias.
3. Sobre las (débiles) propuestas constitucionales del progresismo
El segundo punto que me interesa subrayar tiene que ver con las escasas y poco
imaginativas propuestas de cambio constitucional presentadas por el progresis-
mo en todos estos años. Este análisis debe realizarse sin perder de vista el punto
anterior, esto es, la existencia y vigencia de un orden político moldeado a la luz
del pacto liberal-conservador —punto que torna más urgente el cambio constitu-
cional, y más importante el papel que, potencialmente, pueden jugar las fuerzas
progresistas dentro de ese marco—.
Son muchas las razones que dan cuenta del lugar opaco jugado por el pro-
gresismo en la materia, en todo este tiempo. Tal vez las más importantes tengan
que ver con eventos y acciones “externos” a dichas fuerzas, incluyendo desde
las medidas represivas tomadas en contra de los sectores progresistas, hasta las
disposiciones culturales persecutorias del ideario de izquierda; o bien los acuer-
dos políticos excluyentes, celebrados en desmedro de las fuerzas de izquierda
—acuerdos que tuvieron algunas de sus expresiones más visibles e influyentes,
durante el siglo
X X
, en los acuerdos de “Punto Fijo” en Venezuela, o en la for-
mación del “Frente Nacional” en Colombia—. Otros factores, sin duda, son más
“internos” y tienen que ver con las propias fallas en la formación de los cuadros
de izquierda, un hecho que resulta particularmente notable —y explicable— en
el área de la reforma institucional. En efecto, hasta hace pocos años los líderes y
militantes de la izquierda no dudaron en tratar todas las cuestiones relacionadas
con el cambio institucional como medidas meramente “reformistas” (y por tanto
indeseables) o, lo que resultó más común y más grave, como iniciativas vincula-
das con la “superestructura”, y por tanto —finalmente— inútiles.
El hecho es que, como adelantara, la participación de las fuerzas progresistas
en las reformas constitucionales desarrolladas en las últimas décadas terminó
siendo más bien deslucida.
De manera habitual, los representantes de la izquierda no se destacaron por
su inventiva e imaginación constitucional. Un problema común que pareció
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distinguir la participación de las fuerzas progresistas en las convenciones consti-
tuyentes tuvo que ver con la dificultad de las mismas para responder la pregunta
más básica de todas, esto es: ¿cuál es el propósito de nuestra participación en
este tipo de encuentros? Antes de precisar esta afirmación quisiera hacer dos
aclaraciones necesarias: primero, esta dificultad distinguió a la mayoría de las
fuerzas políticas; segundo, es cierto que hay y han habido excepciones a esta
dificultad, sobre las que luego quisiera volver.
Al respecto, la historia constitucional de la región está marcada por respuestas
muy fuertes y muy valiosas —a veces normativamente más atractivas, a veces
no— frente a un interrogante tal. En los años de la independencia, por ejemplo,
líderes militares como Simón Bolívar identificaron bien que era necesario, ante
todo, consolidar la independencia, y que la estructura constitucional podía estar
al servicio de dicho problema. En su propia respuesta —que no comparto, por
razones sobre las que luego volveré—
B
O L Í V A R
entendió que lo que debía hacerse
era reforzar los poderes presidenciales, de modo tal que le permitieran actuar con
toda la fuerza frente a posibles ataques provenientes del exterior o del interior.
Juan
B
A U T I S T A
A
L B E R D I
, más adelante, también presentaría una respuesta signifi-
cativa ante una pregunta como la anterior. Para él, el gran problema enfrentado
por su país, la Argentina, a mediados del siglo
X I X
, tenía que ver con el desierto,
la falta de población, la población inculta (otra respuesta tan influyente como
problemática), y por ello propuso concentrar todas las energías constituciona-
les a semejante misión (así, por caso, estableciendo derechos básicos idénticos
para nacionales y extranjeros, incluyendo los de materia religiosa, de modo tal
de abrir las puertas del país a la inmigración). El presidente ecuatoriano García
Moreno, entre tantos otros, se inscribió entre los que consideraron que la Cons-
titución debía orientarse, ante todo, a devolverle a la religión su lugar central en
la sociedad, que había sido perdido y puesto bajo amenaza durante décadas. En
todo caso, ejemplos como los anteriores sólo nos ilustran acerca de un fenómeno
común y muy relevante: el de que un buen número de nuestras Constituciones
fueron pensadas, con razón, como modo de dar respuesta al problema (o conjun-
to de problemas) que era considerado fundamental al momento de la reforma.
Es mi impresión, sin embargo, que en los últimos tiempos hemos perdido
esa preocupación, tal vez arrastrados por una oleada de reformas promovidas,
básicamente, por líderes motivados por intereses de cortísimo plazo y preocu-
pados por asegurar su propia reelección (o segunda reelección), habitualmente
prohibida o restringida constitucionalmente. Por supuesto, la izquierda no ha
sido responsable, en una mayoría de casos, de semejantes tropelías, porque no
estaba en el poder y porque sus preocupaciones —podemos asumir— eran otras.
Sin embargo, lo cierto es que, arrastrada a las convenciones constituyentes por
37
APUNTES SOBRE EL CONSTITUCIONALISMO LATINOAMERICANO DEL SIGLO XIX.
..
las fuerzas dominantes (interesadas muy habitualmente en su propia reelección),
no han atinado a presentar un programa de reformas medianamente completo
y consistente con qué torcer o confrontar las ambiciones de las fuerzas domi-
nantes.
Con razón ellos tendieron a compartir ciertas ambiciones básicas, clásicas,
relacionadas con el principio de igualdad y con la pretensión de mejorar la suerte
de los más desaventajados. Pero luego, ¿cómo traducir en actos y, más precisa-
mente, en cláusulas constitucionales aquel tipo de preocupaciones?
4. Derechos económicos y sociales
La respuesta más habitual que encontró la izquierda, en estos casos (un hecho
que por ahora, y dada la extensión de este trabajo, tomaré como un dato), fue
la relacionada con la incorporación de nuevos derechos sociales, económicos y
culturales.
6
De tal forma, en una mayoría de convenciones constituyentes los
delegados de la izquierda se limitaron a proponer el agregado de más derechos
en los textos constitucionales —un hecho que ha contribuido a que los lati-
noamericanos tengamos Constituciones más extensas que las de los países más
desarrollados—. Estas expandidas listas de derechos tendían a ser aceptadas por
las facciones políticas dominantes, puesto que socialmente no se veían mal y
reafirmaban el compromiso de los convencionales con la suerte general de la
población. De ahí que, en muchos casos, este tipo de iniciativas promovidas o
avaladas por las fuerzas de izquierda terminó siendo formalmente incorporado
a los textos constitucionales bajo discusión.
Este resultado, producto (parcial) de la presión de las fuerzas de izquierda,
puede ser considerado, en parte, como un éxito alcanzado por tales fuerzas.
Sin duda, y contra lo que algunos puedan decir, existe un cierto valor (como
mínimo, expresivo) en el mero hecho de contar con más cláusulas sociales en la
Constitución. Es cierto que, en principio, y por algunas décadas, muchas de tales
cláusulas quedaron como “derechos dormidos” —derechos aparentemente inope-
rantes, meramente consagrados en el “papel” de la Constitución—. Sin embargo,
también es cierto que en muchos casos, y con el paso del tiempo, esos derechos
demostraron tener capacidad para “despertarse” y “activarse”, junto con la su-
cesión de cambios en la correlación de fuerzas políticas prevaleciente. Esto es
6
Se puede comprobar la extensión de estas nuevas listas de derechos sociales en Constituciones como las de
Argentina, de 1994; Bolivia, de 2009; Brasil, de 1988; Colombia, de 1991; Ecuador, de 2008, y Venezuela, de 1999,
aunque, por supuesto, estoy generalizando y simplificando un panorama complejo a los fines de tornar más visible
el argumento.
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lo que ocurrió, de cierto modo, con los derechos sociales incorporados en las
Constituciones latinoamericanas desde principios de siglo (así, desde la reforma
constitucional de México de 1917). Tales derechos, consagrados al comienzo del
siglo
X X
, quedaron en silencio e inactivos durante décadas, pero comenzaron a ga-
nar cierta fuerza hacia finales del mismo siglo, cuando las presiones sociales a
favor de tales derechos se tornaron más importantes. Por otra parte, y en respal-
do de la política de “más derechos constitucionales” auspiciada por la izquierda,
puede decirse que siempre resulta importante contar con un respaldo constitu-
cional explícito que avale la adopción de políticas de avanzada. En tal sentido,
podría decirse que países con Constituciones más espartanas, como los Estados
Unidos o Chile, han mostrado más dificultades para desarrollar —especialmente
a través de la intervención del Poder Judicial— políticas sociales. Dicho resultado
debe verse en parte como producto de esa austeridad constitucional inicial (
i.e.
,
porque los jueces latinoamericanos han tendido a denegar aquello que no en-
contraban explícitamente consagrado en la Constitución). De allí la importancia
de desbrozar el camino constitucional de elementos que puedan convertirse en
obstáculos para la puesta en práctica de políticas sociales de avanzada.
Contra aquellos aspectos, indudablemente positivos, vinculados con la incor-
poración de más y más derechos dentro del texto constitucional, hay otros que
tornan las iniciativas del progresismo constitucional, en esta materia, iniciati-
vas paradójicas. Por un lado, la consagración de más derechos constitucionales
—podría decirse— amenaza con cercenar el espacio de la discusión democrática.
Aunque los efectos que pueden producirse en el campo democrático, en este
sentido, son complejos, parece cierto que la creación de un nuevo “derecho”
implica, en primer lugar, que las mayorías pierdan el poder de decidir libremente
sobre un cierto aspecto relevante de la vida política (imaginemos, por caso, que
se da estatus constitucional al “libre mercado”, o que se refuerzan las proteccio-
nes constitucionales asignadas a la propiedad). En segundo lugar, la adopción
de más y más derechos constitucionales tiene un obvio impacto (también) en el
área de la Constitución no referida a los derechos, es decir, en relación con la
amplia parte que la Constitución destina a la organización del poder (la parte
“orgánica” de la misma). En tal sentido, podría decirse que la introducción de
mayores derechos tiende a expandir el poder de los órganos judiciales, que
aparecen así como los principales encargados de custodiar los derechos incor-
porados en la Constitución. Este resultado, nuevamente, se vuelve paradójico si
se lo observa como producto de iniciativas de carácter progresista. En los hechos,
lo que pareciera ocurrir es que la introducción de nuevos derechos (destinada a
favorecer políticas progresistas) termina provocando, institucionalmente, el ro-
bustecimiento del poder de los funcionarios públicos más ajenos a la discusión
39
APUNTES SOBRE EL CONSTITUCIONALISMO LATINOAMERICANO DEL SIGLO XIX.
..
pública, más blindados frente al control popular, menos sujetos a las presiones
de la ciudadanía. Otra vez, entonces, nos encontramos con que el resultado de
las iniciativas constitucionales de la izquierda es un potencial desapoderamiento
de la ciudadanía, y un transvasamiento de la autoridad popular hacia los órga-
nos menos democráticos creados por la Constitución. Este hecho vuelve a poner
dudas sobre lo que ha sido —en mi opinión— la principal contribución de las
fuerzas de izquierda en las convenciones constituyentes en las que le ha tocado
participar en las últimas décadas.
Dicho lo anterior, y a los fines de contar con un panorama más completo
que nos permita evaluar mejor el desempeño de las fuerzas de izquierda en las
convenciones constituyentes, quisiera hacer referencia a algunas otras cuestiones
que trataré en el apartado siguiente.
5. Hiper-presidencialismo e izquierda
El radicalismo político del siglo
X I X
, en Latinoamérica, los Estados Unidos y Eu-
ropa, fue inequívocamente anti-presidencialista y partidario de un poder po-
lítico federalizado, desconcentrado, sensible a las expresiones del pueblo.
7
En
Latinoamérica, y contra lo que muchos pudieran pensar, dicha postura anti-
presidencialista estuvo muy vinculada con la insistente reacción de radicales y
republicanos contra el caudillismo y personalismo de figuras como Simón
B
O L Í
-
V A R
, a quienes temían y de cuya influencia escapaban.
Notablemente, el progresismo latinoamericano del siglo
X X
dejó de lado aque-
lla persistente actitud anti-presidencialista, y en las convenciones constituyentes
en las que llegó a participar adoptó una actitud ya sea de apoyo activo, o bien
de efectiva complacencia, frente a las iniciativas de fortalecimiento del presiden-
cialismo o de reelección presidencial. Contra lo que hubiera podido esperarse,
los grupos de izquierda no se constituyeron en vanguardia de la lucha anti-
presidencialista, como sí supieron serlo durante el siglo
X I X
.
El punto resulta importante, según entiendo, como muestra del deterioro de
los compromisos igualitarios del progresismo; su falta de consistencia ideológica
y sus yerros en materia constitucional. Más aún, a la luz de los sólidos estu-
dios que nos han ayudado a ver los graves problemas (de estabilidad política,
por caso) generados por lo que se ha dado en llamar el hiper-presidencialismo
latinoamericano.
8
Por eso mismo es que quisiera detenerme unos instantes en
7
Analizo la cuestión en
The Legal Foundations.
..
,
cit.
8
Algunos de tales problemas pueden verse resumidos, por ejemplo, en
The Failure of Presidential Democracy
,
editado por Juan L
I N Z
y Arturo V
A L E N Z U E L A
, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1994.
40
IUS 25
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VERANO
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el análisis de esta cuestión. Los progresistas que se muestran directamente favo-
rables al presidencialismo pueden decir en su favor, y junto con autores como el
brasileño Roberto M
A N G A B E I R A
U
N G E R
, que un presidente fuerte representa la única
posibilidad de atravesar la fuerte telaraña de burócratas y grupos de interés que
interfiere cualquier iniciativa de cambio que pretenda impulsarse en Latinoamé-
rica.
9
Contra dicho argumento —el único al que, a mi juicio, puede prestársele
alguna atención dentro del discurso progresista— pueden señalarse varios otros
orientados en dirección contraria.
En particular, me interesa llamar la atención sobre una cuestión que señalara,
de paso, en la sección anterior y que considero de primera importancia. Se trata
del impacto que tienen, en la organización del poder (la parte “orgánica” de la
Constitución), las reformas constitucionales que se operan sobre la sección con-
sagrada a los derechos (la parte “dogmática” de la misma), y viceversa. Contra
este hecho, sobre el que enseguida volveré a insistir, muchos juristas, intelectua-
les y políticos se pasean indiferentes, asumiendo, de modo despreocupado, la
potencia transformadora del derecho, la autonomía del derecho respecto de otras
áreas de la vida social, y la autonomía de las distintas secciones de la Constitu-
ción entre sí. Ninguno de estos presupuestos, sin embargo, resulta plausible.
A esta altura, me interesa especialmente referirme al modo en que interac-
túan las secciones “orgánica” y “dogmática” de la Constitución para resaltar lo
siguiente: resulta curioso que el progresismo haya defendido, como principal
iniciativa constitucional, la ampliación de la sección “dogmática” o de derechos
dentro de la Constitución, sin advertir los riesgos que importa el no extender de
modo consecuente la lógica de tal tipo de propuestas al resto del texto cons-
titucional. Por supuesto, no es enteramente obvio qué es lo que debiéramos
hacer con el resto de la Constitución, si es que nos encontramos genuinamente
interesados en reforzar las garantías y derechos que incorporamos en ella. Sin
embargo, es significativo advertir que, siglos atrás, el progresismo sí tendió a
reconocer como “naturales” ciertas reformas institucionales, que reconocía como
necesarias para mantener consistencia con sus preocupaciones por los aspectos
más “sociales” de la vida política y legal. Así, y de modo habitual, los radicales
“sociales” del siglo
XVIII
en Europa y del siglo
X I X
en América, supieron impulsar
iniciativas destinas a expandir la soberanía popular, ampliar las oportunidades
de la participación cívica, reforzar los poderes del Congreso, aumentar los con-
troles sobre el poder, disminuir la extensión de los mandatos, o reforzar los lazos
existentes entre representantes y representados, a través de medidas tales como
9
La posición de U
N G E R
y una discusión importante en la materia puede encontrarse en
Presidencialismo vs. parla-
mentarismo
,
editado por Carlos N
I N O
, Buenos Aires,
E U D E B A
, 1988.
41
APUNTES SOBRE EL CONSTITUCIONALISMO LATINOAMERICANO DEL SIGLO XIX.
..
las instrucciones obligatorias, la revocatoria de mandatos, la rotación obligatoria
en los cargos, las elecciones anuales, o la prohibición de la reelección. Reconocer
esto no significa afirmar que aquellas medidas impulsadas por el radicalismo fue-
ran, necesariamente, las correctas. Sí considero, en cambio, que ellas mostraban
un esfuerzo de consistencia por parte de sus impulsores, que además parecía
orientado en la dirección correcta. En definitiva, si lo que se quiere es reforzar
los contenidos democrático-igualitarios de la Constitución y fortalecer sus com-
promisos sociales, parece lógico, al menos en principio, favorecer reformas como
las que auspiciaban los radicales de los siglos
XVIII
y
X I X
. Es decir, se torna lógica,
entonces, la defensa de reformas institucionales que sirvan para robustecer la
capacidad de intervención y control ciudadanos en la política. Contra este tipo
de conclusiones, en la actualidad nos encontramos con fuerzas de izquierda que,
desde las convenciones constituyentes en que participaron, trabajaron sobre la
sección de los “derechos”, desentendiéndose de las reformas que se introducían,
o no, en materia de “organización del poder” o, lo que es peor, nos encontra-
mos con fuerzas de izquierda que consideraron que aquellas reformas “sociales”
que impulsaban eran consistentes con la creación o mantenimiento de poderes
ejecutivos todopoderosos (cuando, en verdad, este tipo de iniciativas vienen a
desafiar, en la práctica, las aspiraciones democratistas que las fuerzas de izquier-
da proclaman en la teoría, y que parecen necesarias para dar respaldo y sostén
a sus propuestas “sociales”).
10
6. El “proyecto moral” de la izquierda
Desde hace decenas de años, siglos en algunos casos, el constitucionalismo vie-
ne levantando como ideal el de la neutralidad. Las Constituciones, se nos dice,
deben ser neutrales en cuanto a su contenido. Aunque a primera vista la idea de
neutralidad puede resultar extraña, lo cierto es que la misma tiene un significado
claro y obvio en todos los casos y, agregaría, muy especialmente para el caso del
constitucionalismo latinoamericano.
En efecto, durante al menos todo el siglo
X I X
, una de las principales marcas
de identidad del constitucionalismo regional fue, justamente, la
falta de
o la
10
Lo dicho no niega que las nuevas reformas hayan introducido algunos compromisos orientados, por caso, a fo-
mentar la participación política de las mayorías. Encontramos así referencias renovadas a los derechos participativos
de la ciudadanía en Constituciones como las de Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Paraguay o Venezuela. En
Constituciones como las citadas, por lo demás, se advierten algunas —pocas, pero no insignificantes— reformas des-
tinadas a “ajustar” el funcionamiento del Congreso, frente a las reiteradas críticas sobre su carácter irrepresentativo,
así como tibias medidas destinadas a moderar los poderes del Ejecutivo. Me apresuraría a señalar, sin embargo, que
estas reformas han resultado afectadas, en la práctica, y de modo habitual, por problemas propios de los “trasplantes”
e “injertos” constitucionales como los mencionados más arriba.
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violación del principio de neutralidad moral. Esto se traducía, en una mayoría
de casos, en Constituciones comprometidas con un cierto ideal religioso —espe-
cíficamente con la religión católica apostólica romana— y que restringían la po-
sibilidad de que individuos afiliados a otras religiones practicaran libremente su
culto. Encontramos así, sobre todo en los años que siguieron a las revoluciones
independentistas de 1810, una cantidad enorme de documentos que prohibían
directamente el culto público de otras religiones; que establecían a la religión
católica como religión oficial, o que llegaban tan lejos como la Constitución
ecuatoriana de 1868, en la que la misma condición de la ciudadanía era depen-
diente del hecho de ser practicante del culto católico —es decir, uno podía votar
o ser elegido sólo si, entre otras condiciones, demostraba la de ser practicante
del catolicismo—.
El impacto de dichas cláusulas fue obviamente mayúsculo. Es lo que encon-
tramos, por caso, con la Constitución chilena de 1823, cuyo autor, Juan Egaña,
acompañó entonces su propuesta de Constitución, inmediatamente aprobada,
con un Código Moral compuesto por más de 600 artículos, en donde, conforme
a los ideales de la moral católica, se daban precisas instrucciones acerca de cómo
debían ser las relaciones entre padres e hijos; una lista que identificaba cuáles
eran las conductas virtuosas a alabar, y cuáles las viciosas a reprimir; o un de-
tallado esquema de cómo debían celebrarse, o cómo es que las personas debían
vestirse, bailar o cantar durante las fiestas nacionales. El ejemplo de Egaña suena
ridículo y exagerado, y en cierta medida lo es, pero luego parece serlo bastante
menos cuando reconocemos que fue el mismo Egaña quien, junto con su hijo
Mariano, ejercería una enorme influencia en la redacción de la Constitución de
1833, la más estable de la región durante el siglo
X I X
, y admirada e imitada por
cantidad de constitucionalistas latinoamericanos, desde entonces. Finalmen-
te, este hiper-perfeccionismo moral fue un rasgo distintivo y característico del
constitucionalismo regional de la época: lo vemos no sólo en los mencionados
ejemplos chilenos, sino también en la Constitución de Colombia de 1843; en la
decisiva Constitución redactada por la “Regeneración” colombiana en 1868; en
el proyecto de Bartolomé Herrera en Perú, en 1860; o en las numerosas propues-
tas constitucionales redactadas por Lucas Alamán en México.
El constitucionalismo progresista combatió, habitualmente, tales iniciativas,
basado en su posición muy habitualmente a favor de una política laica y abierta
a todas las religiones. El constitucionalismo progresista reivindicaba, entonces,
los principios liberales de la Revolución Francesa, que eran repudiados por el
conservadurismo, que consideraba a los mismos como principal fuente de in-
justicias y abusos (el ejemplo de los crímenes del jacobinismo aparecería, por
43
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..
entonces, como referencia retórica persistente durante las disputas políticas de
aquellos años).
Sin embargo, marcaría aquí un primer problema (aunque tal vez sea injus-
to hablar de “problema” por lo que diré enseguida) que ha caracterizado a la
izquierda para lidiar, política y constitucionalmente, con estas cuestiones. La
cuestión sobre la que quiero hacer referencia es la siguiente: a diferencia del
liberalismo, que siempre tuvo en claro su vocación por establecer un firme “muro
de separación” (al decir de Thomas
J
E F F E R S O N
) entre Estado e Iglesia, o entre
Constitución y moral, los grupos más de avanzada tendieron siempre a mirar con
sospecha las distinciones de ese tipo. Ello debido a que el progresismo también
albergó, desde siempre, un cierto “proyecto moral” que pretendió avanzar —no
sorpresivamente— a través de la Constitución.
El “proyecto moral” de la izquierda recoge una muy larga lista de anteceden-
tes relacionados con la vocación republicana por fortalecer las “virtudes cívicas”
de la ciudadanía, capaces de motivarla a ponerse de pie y hasta a dar su vida (
i.e.
,
frente al avance de potencias vecinas), de modo tal de permitir la supervivencia
de la propia patria. Por ejemplo, J. J. R
O U S S E A U
, cuyos escritos resultaron tan
influyentes sobre el radicalismo latinoamericano, dejaba en claro la necesidad
de ciertas disposiciones morales o cualidades de carácter, indispensables para
asegurar el sostenimiento de todo su proyecto igualitario.
Y es ese mismo modelo moral el que tratan de recoger, de manera explícita,
muchas de las primeras Constituciones latinoamericanas, aparecidas apenas des-
pués de, sino durante, los años de la revolución. Es el caso de la Constitución
de Apatzingán, aprobada por los “curas revolucionarios” mexicanos en 1814; o
lo que se advierte en los esbozos constitucionales preparados por el Artiguismo
en la Banda Oriental.
Y aquí, otra vez, sobre las anécdotas se levanta un hecho importante y deci-
sivo en la historia posterior del constitucionalismo de izquierda. El progresismo,
según dijera, estaba visceralmente enfrentado con el conservadurismo jurídico,
por su rechazo al proyecto del autoritarismo católico o teocracia para América
Latina. A la vez, sin embargo, el progresismo se enfrentaba a los liberales, dado
que no compartía su pretendido proyecto de “neutralidad moral”. Y en este
punto, por tanto, conservadores y radicales tendieron a aparecer —paradójica,
curiosa y notablemente— unidos. Para seguir con la metáfora empleada, ambos
pretendían tirar abajo el “muro de separación” levantado y defendido por el
liberalismo. De ahí que, contra lo que podría pensarse, en más de una opor-
tunidad, conservadores y radicales aparecieron pactando para conjugarse en el
sostenimiento de gobiernos fuertemente antiliberales (un buen ejemplo, tal vez,
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lo constituya el gobierno de Juan Manuel de Rosas, en la Argentina, que reunió
a fanáticos católicos con republicanos de vocación populista).
Aquella historia, nuevamente, y según entiendo, es capaz de decir muchas
cosas sobre nuestro presente, pero no quisiera forzar demasiado las continuida-
des entre el ayer y el hoy. Sí retomaría, en todo caso, algunas cuestiones rela-
cionadas con lo relatado.
En primer lugar, reivindicaría —al menos en parte— la certeza del lejano radica-
lismo acerca de que su proyecto político no podía dejar de ir acompañado de un
cierto proyecto moral. Esto es, reivindicaría el explícito rechazo hecho por aquella
corriente frente al ideario liberal de la neutralidad. Esta afirmación, por supuesto,
debe ser hecha con mucho cuidado, especialmente dado el contexto en donde
ella aparece: Latinoamérica tiene una larga tradición de rechazo al ideal liberal
de la neutralidad que significó, casi inexorablemente (y según quedara aquí
indicado), la imposición de un proyecto perfeccionista, conservador, autoritario,
ultra-católico, negador de las libertades más básicas de las personas.
Hecha la aclaración, y con los cuidados del caso, la izquierda debe ir animán-
dose a asumir las buenas implicaciones de su postura moral, que conllevan —a la
vez que rechazar el autoritarismo del proyecto católico conservador— desnudar
las incongruencias propias del liberalismo, en su defensa del ideal de la neutra-
lidad moral del Estado y la Constitución. Y es que el liberalismo, como todas
las Constituciones inscritas dentro de su larga trayectoria doctrinaria, no es una
postura moral neutral, si entendemos por ello una postura que no toma partido
por ninguna concepción del bien en particular. El liberalismo es, orgullosamente
(y en esto muchos radicales, pero no todos, también pueden sentirse partícipes),
una doctrina que enfrentó al autoritarismo religioso y que dejó en claro que las
nuevas naciones debían ser tolerantes en materia de cultos, y abrir sus brazos a
individuos enrolados en cualquier religión. En este sentido, muy estrecho, de la
idea de neutralidad moral, el liberalismo ha sido una doctrina indudablemente
propulsora de la neutralidad estatal.
Sin embargo, si tomamos la idea de neutralidad en un sentido algo más
robusto, entonces ya no es posible seguir sosteniendo esa misma afirmación.
Así, por caso, no puede decirse que el liberalismo adopte una postura neutral en
materia filosófica o política, dado que el mismo se encuentra comprometido con
una doctrina “densa” en tales materias. Las Constituciones liberales, podría de-
cirse (sin abrir, por ahora, una valoración al respecto) que desalientan antes que
promocionan la participación política de la ciudadanía (preocupadas como están
por los riesgos propios del “desbocamiento” mayoritario). Las Constituciones
liberales aparecen claramente comprometidas con el individualismo, en abierto
rechazo de todas las expresiones que asocian con valores colectivistas (
i.e.
, la
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..
propiedad comunal de las tierras). Las Constituciones liberales muestran un claro
sesgo en materia económica, que las vincula con la vieja ideología del
laissez
faire,
o sus versiones actuales, y en donde el Estado es habitualmente visto como
enemigo —finalmente, el liberalismo manifiesta una consistente postura anties-
tatalista: el Estado es la principal fuente de opresiones, y por ello debe ponérsele
trabas tanto a su actuación vinculada con la esfera privada (
i.e.
, asegurando la
libertad religiosa) como en la vinculada con la esfera pública (
i.e.
, impidiendo
la regulación económica)—. En definitiva, y a pesar de su —históricamente pro-
clamada— reivindicación de la neutralidad, las Constituciones propiciadas por
el liberalismo son, en un sentido importante, Constituciones comprometidas,
también, con un peculiar modelo moral.
Frente al proyecto moral del conservadurismo católico y el proyecto del libe-
ralismo (que José María
S
A M P E R
definiera como
individualista, anti-colectivista,
anti-estatista
), el progresismo debe dejar en claro cuál es su proyecto moral y
cuáles son las disposiciones constitucionales que está dispuesto a favorecer para
asegurar la vida y perduración del mismo.
7. ¿Cómo se modifica el orden constitucional existente?
El análisis anterior requiere de muchas otras precisiones, imposibles de presentar
y perseguir debidamente en estas pocas páginas. Sin embargo, hay al menos un
punto más sobre el cual quisiera detenerme, y que tiene que ver con los límites
y alcances de las propuestas de reforma reales que podría avanzar, en una futura
convención constituyente, una nueva coalición progresista.
11
Más específica-
mente, la pregunta que me interesa hacer es la siguiente: ¿cómo puede darse
vida efectiva a una modificación progresista de la Constitución en el contexto
de una organización política y legal vigente de rasgos contramayoritarios, y una
estructura económica y social desigual, como la que hoy rige en la mayoría de
nuestras sociedades?
La pregunta es puesta a consideración, sobre todo, con el objeto de desafiar
dos postulados teóricos principales. Me refiero, en primer lugar, a una idea muy
difundida entre los abogados, y que presupone la capacidad transformadora
—más o menos inmediata— del derecho. En segundo lugar, me interesa cues-
tionar a aquellos que presuponen la autonomía del derecho en relación con la
organización económica o política de la sociedad.
11
Por el momento no me considero capacitado para definir lo que tal vez sea más importante, es decir, el conte-
nido preciso que debiera distinguir a una reforma constitucional progresista en el futuro. Creo, de todos modos,
que algunas de tales iniciativas pueden derivarse de algunas de las propuestas que sí he ido avanzando hasta aquí
(relacionadas, por caso, con la descentralización del poder y la democratización de la sociedad).
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El primer adversario teórico que desafío parece demasiado torpe y poco atrac-
tivo. Sin embargo, lo cierto es que una mayoría de los operadores jurídicos actúa
como si la estructura legal hoy vigente no tuviera fuerza por sí misma ni capaci-
dad de resistencia frente a las reformas que puedan instituirse en su contra, o en
una dirección diferente a la que le es propia. La hipótesis que quisiera sugerir,
en este sentido, es la siguiente: si la estructura institucional sobre la cual quere-
mos actuar es (por caso, y como he sugerido) de naturaleza liberal-conservadora,
luego, es dable esperar que dicha estructura obstaculice la llegada de “injertos”
o “implantes” propios de proyectos (“cuerpos”) legales que le son ajenos. Pen-
semos, por caso, en la suerte corrida por los derechos sociales en las últimas
décadas, y luego de ser incorporados en nuestras Constituciones a principios del
siglo
X X
. El hecho es que en casi todos los países de la región dichos derechos
quedaron “dormitando”, al menos hasta fines del siglo —si no hasta hoy—. ¿Qué
es lo que puede explicar dicha “inactividad” propia de las cláusulas sociales in-
corporadas hace casi un siglo en nuestras Constituciones? Sin duda, son muchos
los factores a los que puede hacerse alusión en este sentido. Sin embargo, creo
que nuestra respuesta sería fundamentalmente incompleta si ella no fuera con-
sciente de las limitaciones impuestas por la propia estructura constitucional en
donde tales (nuevos) derechos vinieron a injertarse. Otra vez: es razonable pensar
que el contar con derechos sociales “activos” requiere de ciudadanos motivados
por llegar a los tribunales, organizaciones cívicas alertas y activas, tribunales
bien dispuestos, jueces con orientaciones más o menos progresistas.
12
Resulta-
dos como éstos son producto de muchas circunstancias pero también, sin duda,
de una cierta manufactura institucional. Así, por ejemplo, si institucionalmente
restringimos o no ampliamos los derechos de
standing,
si cerramos los caminos
de acceso a los tribunales, si permitimos que se encarezca infinitamente o se
burocratice el litigio, luego, naturalmente, deberemos esperar dificultades en la
activación judicial de los derechos sociales que —según decíamos— estábamos
interesados en promover. El punto es, entonces, que una reforma progresista de
la Constitución no requiere, solamente, de la introducción de nuevos derechos
sociales, económicos y culturales. Ella requiere, también, de la introducción de
cambios profundos en el resto de la estructura constitucional que va a recibir y
dar marco a esos derechos que queremos vitales y “activos”.
El segundo punto que me interesa mencionar es el siguiente: la modificación
del orden constitucional vigente no requiere sólo de la reforma o agregado de
algunas normas (
i.e.
, la introducción de nuevos derechos sociales), y ni siquiera
12
Se discuten posiciones más fuertes al respecto en el número 4 de la revista
Discusiones
,
Argentina, año
III
(2004),
en la que se discute una tesis de Fernando A
T R I A
sobre el tema.
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APUNTES SOBRE EL CONSTITUCIONALISMO LATINOAMERICANO DEL SIGLO XIX.
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de cambios constitucionales más plenos y comprehensivos como los sugeridos en
el párrafo anterior. Las condiciones mencionadas pueden resultar, en todo caso,
necesarias pero no suficientes para poner en marcha reformas como las que aquí
se auspician. En efecto, y contra lo que muchos parecen presumir, el derecho
no es una disciplina autónoma. Los cambios que se operan en el derecho, por
tanto, impactan sobre las demás esferas de la sociedad, del mismo modo que
los cambios que se hagan o no en esas otras esferas (la política, la económica,
etcétera) tienden a impactar sobre los contornos, contenidos y vitalidad del dere-
cho vigente. De allí la clarividencia de convencionales como el radical mexicano
Ponciano Arriaga cuando proclamara, en el contexto de la Convención de 1857,
que la Constitución debía convertirse en “la ley de la tierra”. Arriaga quiso dejar
en claro, entonces, la imperiosa necesidad que los reformistas de entonces tenían
de reestructurar (también) la organización económica de la sociedad. Para él
—acertadamente—, la redacción de una Constitución de avanzada resultaba inútil
si no se aseguraba para la misma un contexto de inserción social apropiado. Para
decirlo de otro modo: Arriaga reconocía, lúcidamente, que el texto interesante
que por entonces se proponía iba a convertirse en letra muerta —una mera “hoja
de papel”, al decir de Ferdinand L
A S A L L E
— si no se acompañaban esas reformas
progresistas con cambios económicos radicales. Del mismo modo, cuando el
radical colombiano Manuel Murillo Toro defendió, a mediados del siglo
X I X
, la
permanencia del sufragio universal en su país, lo hizo bregando por una reforma
en la organización de la propiedad. Murillo Toro era consciente (como Arriaga en
México, unos años antes que él) de que la reforma política que perseguía iba
a diluir su potencia o a convertirse en inútil en el contexto socioeconómico de
extrema desigualdad en el que ella era introducida (contexto caracterizado, por
caso, por la presencia de millares de campesinos temerosos de las represalias de
sus patrones, en el caso de una votación que les resultara adversa).
El punto, en definitiva, es el siguiente: el éxito de las reformas constitucio-
nales requiere de modificaciones amplias y consistentes que alcancen no sólo
a las diversas áreas de la Constitución (tanto a su parte “orgánica” como “dog-
mática”), sino también al resto de lo que John R
A W L S
denominara la “estructura
básica” de la sociedad.
13
Para decirlo de otro modo, una Constitución no puede
florecer en cualquier contexto, y mucho menos en contextos políticos, legales,
sociales, económicos que le sean hostiles. De allí que el éxito de la misma re-
quiera de acciones sobre otras esferas de la sociedad, capaces de permitir que la
reforma germine y florezca del modo más apropiado. Contra esta sugerencia, sin
embargo, entiendo que hemos tendido a actuar, en las últimas décadas, como
13
R
A W L S
, John,
A Theory of Justice
,
Cambridge, Harvard University Press.
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si el derecho fuera autónomo y como si —por tanto— las reformas legales no
necesitaran de urgentes apoyaturas extra-legales. Por supuesto, debemos ser
conscientes de los riesgos contrarios, ligados a la hiper-racionalidad y a las re-
formas súper-abarcativas.
14
Pero la presencia de estos riesgos no debe ser razón
para que, como hoy, sigamos ciegos frente a otros de naturaleza diferente, del
tipo de los arriba expuestos.
8. Breves conclusiones
En las páginas anteriores me interesó reflexionar sobre los alcances y límites de
las reformas constitucionales que se han ido desarrollando en la región en las úl-
timas décadas. El propósito de mi trabajo, sin embargo, no fue uno de naturaleza
histórica, sino de tipo prospectivo. Como dijera Eduardo G
A L E A N O
, la historia es un
profeta con la mirada vuelta hacia atrás. Con ese espíritu, me interesó reflexionar
sobre algunos aciertos, errores y límites propios de las reformas desarrolladas en
el pasado en Latinoamérica. Y procuré hacerlo, en definitiva, con el propósito de
pensar mejor sobre eventuales reformas constitucionales futuras. De modo más
específico, en las hojas precedentes intenté pensar en la reforma constitucional
desde una perspectiva igualitaria, mostrando algunos de los problemas que, en
mi opinión, han venido distinguiendo al pensamiento progresista en materia
de reforma constitucional. Según entiendo, la izquierda está llamada a jugar
un papel central en nuestro futuro constitucional, a los fines de conseguir un
ordenamiento legal más igualitario. Por ello mismo, es crucial que la izquierda
comience, cuanto antes, a comprometerse seriamente en la materia, hasta dise-
ñar un programa constitucional nuevo, amplio, consistente, articulado y potente,
como el que nuestros países urgentemente requieren.
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14
E
L S T E R
, Jon,
Ulyses and the Sirens
,
Cambridge, Cambridge University Press.
logo_pie_uaemex.mx