EL MARCO DE LAS REFORMAS DEL
PROCESO PENAL EN EUROPA Y EN
AMÉRICA LATINA
*
THE REFORMS SURROUNDINGS FROM
THE CRIMINAL PROCESS IN EUROPE
AND IN LATIN AMERICA
Víctor Moreno Catena**
RESUMEN
Se abordan las grandes líneas que marcan la
reforma del proceso penal en Europa y Amé-
rica Latina, las garantías que deben darse en
el enjuiciamiento criminal moderno y la po-
lémica no superada sobre la F
gura del juez
de instrucción a cargo de la investigación su-
marial, así como el papel preponderante que
en los nuevos ordenamientos se le concede
al Ministerio ±iscal como protagonista de la
investigación y la persecución penal pública.
PALABRAS
CLAVE
:
Proceso penal, enjuicia-
miento criminal, derechos fundamentales,
garantías procesales, reforma procesal, poder
judicial, juez de instrucción, Ministerio ±iscal,
principio de legalidad, principio de oportuni-
dad, derechos del imputado, presunción de
inocencia
ABSTRACT
It addresses the greats delineation lines on
the criminal reform process in Europe and
Latin America, guarantees that must be
given in modern criminal procedure and the
controversy unsurpassed on the figure of
the judge in charge of the preliminary inves-
tigation and the dominant role in the new
legislation is granted the prosecutor as the
leading role of the investigation and public
prosecution.
KEY
WORDS
:
Criminal proceedings, criminal
procedure, fundamental rights, procedural
safeguards, procedural reform, judiciary pow-
er, instruction judge, prosecutor, principle of
legality, principle of opportunity, rights of the
accused, presumption of innocence
* Conferencia magistral pronunciada en el Aula Magna de la Universidad de La Habana el día 7 de abril del 2009, en
el acto de apertura del
II
Congreso Internacional de Derecho Procesal.
** Catedrático de derecho procesal. Secretario general de la Conferencia de Ministros de Justicia de los Países Ibe-
roamericanos.
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SUMARIO
1. Sistema penal y reformas normativas
2. La garantía de los derechos a través del proceso
3. La garantía de la libertad
4. Los derechos del imputado
5. La distribución de funciones y responsabilidades entre los órganos
públicos en el proceso penal
6. El principio de oportunidad en la persecución penal
1. Sistema penal y reformas normativas
No parece aventurado af rmar que atravesamos en la actualidad por unos mo-
mentos de proFunda re± exión y discusión en la mayoría de los países europeos
y de América Latina acerca del derecho y del proceso penal; en def nitiva, de
todo el sistema penal.
Por una parte, se discute de Forma encendida sobre los f nes y la propia
esencia del derecho penal con argumentos de gran solidez, y aquí encontramos
un amplio abanico de posiciones doctrinales que va desde quienes def enden lo
que podríamos llamar neorretribucionismo, a quienes abogan por la desaparición
del derecho penal Formal, por la desFormalización o abolición de la respuesta
represiva.
Pero, al propio tiempo, en el orden procesal se plantea una viva polémica
acerca de la adecuación del proceso penal respeto de las exigencias constitucio-
nales, o, dicho de otro modo, si el proceso actual cuida las garantías que se han
ido construyendo tanto desde las normas constitucionales como desde los textos
internacionales sobre derechos humanos.
Además, dentro de los problemas del proceso penal, cabe llamar la atención
sobre el importante debate de la ef cacia del proceso penal, que debe dar una
respuesta cumplida, ágil y ef caz a las inFracciones contra los bienes jurídicos
que se protegen con las normas penales, a partir de la deFensa de la libertad y
de las garantías en Favor del imputado. Es esa f nalidad la que debe primar en
el orden procesal penal.
La evolución del sistema penal, del conjunto de disposiciones represivas (nor-
mas penales materiales) y garantes de los derechos (normas procesales penales)
nos coloca actualmente en una coyuntura diFícil.
En el ámbito de las normas penales materiales se han empezado a propugnar
diversas soluciones para hacer Frente al incremento cada vez mayor del núme-
ro de delitos. Por una parte, se aboga por la salida del derecho penal de las
infracciones menores, es decir, por la descriminalización de las conductas que
presentan menor gravedad, de forma que el derecho penal sólo alcance aquellos
conF ictos que no se puedan resolver con el mismo provecho, o con mayor bene-
± cio, por otras vías. Esta descriminalización viene defendida en ocasiones como
criterio esencial de la propia legitimación y de los principios que deben regir la
respuesta punitiva, como consecuencia de una aplicación más rigurosa del prin-
cipio de intervención mínima; pero en otros casos aparece como una solución
de índole estrictamente económica a los problemas que el sistema penal tiene
planteados a partir del incremento exponencial del número de procesos penales
en los últimos tiempos.
Junto con la descriminalización, y a caballo entre el derecho penal material y
el proceso penal, se de± ende el incremento de los delitos semipúblicos, es decir,
de aquellos en los que se exige la intervención del ofendido como presupuesto
de procedibilidad, de modo que la represión, al menos para la iniciación del pro-
cedimiento, se deja en manos de la víctima del delito, cuya voluntad es determi-
nante de la apertura de las diligencias. Se trata sin duda de una medida que sirve
para descargar al sistema de un considerable número de procedimientos; pero,
al propio tiempo, esta vía introduce una solución de consenso, de conciliación,
poniendo en valor la posición material de la víctima, de modo que el proceso
no se iniciará cuando se haya reparado enteramente o se haya paliado con una
satisfacción parcial el daño inF igido a la víctima.
También en el orden procesal el sistema penal está sujeto a no pocas con-
troversias, con independencia de reclamar más medios, y más idóneos, que le
permitan articular con e± cacia la respuesta judicial a la criminalidad.
Por un lado, se plantea la necesidad de reformas que refuercen una política
criminal represiva, sobre todo en relación con los delitos más graves y complejos,
en la lucha contra la gran criminalidad.
Por otro lado, respecto de los delitos menos graves, se está abriendo camino
un movimiento que pugna por vías de escape del proceso penal, bien no pro-
moviendo su incoación o poniendo ± n al proceso sin acusación aun cuando
exista la convicción de que el delito se produjo (aquí se inscribe el ejercicio de
soluciones que dimanan del principio de oportunidad), bien terminando el pro-
ceso mediante una solución condenatoria consensuada entre la acusación y la
defensa, para la que se exige solamente una homologación judicial.
Por último, no faltan quienes plantean un recorte de las garantías procesales,
directa o veladamente, considerando que no siempre una recta administración
de justicia penal exige el respeto de todas las medidas de protección que han
blindado la posición del imputado, ni de todos los derechos, que deben ceder
en aras de la e± cacia del proceso, de modo que pueden introducirse para ciertos
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delitos o en ciertas circunstancias excepciones que permitan una mejor defensa
de la sociedad.
Toda esta polémica se inscribe en una realidad procesal que no ha parado de
crecer en los últimos tiempos, pues la administración de justicia se ha encontra-
do de improviso con una avalancha de procesos penales. Esta situación general
no se ha conseguido resolver en muchos países, a pesar de que se han puesto
en marcha medidas de política judicial: desde el incremento en el número de
jueces, a la introducción de soluciones oF máticas e informáticas en los juzgados,
pasando por la medida más económica, la reforma de las leyes procesales, que
se suele vender políticamente como la panacea del mejor funcionamiento de la
justicia, aunque en la realidad poco o nada suele arreglar si no se acompaña
de incrementos de presupuesto y de mejoras en la organización de las oF cinas
judiciales, normalmente ancladas en tradiciones seculares.
2. La garantía de los derechos a través del proceso
Pues bien, atendiendo a estas premisas, cuando deba perseguirse una conducta
delictiva, el proceso penal se establece como el instrumento imprescindible para
actuar el derecho penal, de modo que sólo pasando por el proceso puede impo-
nerse una sanción de esta naturaleza.
El actual modelo de proceso penal de los estados constitucionales de dere-
cho, es decir, en toda la cultura jurídica europea y americana, se inscribe dentro
del proceso de partes.
Bien es verdad que en un buen número de países todavía la investigación de
los delitos se mantiene bajo el principio inquisitivo, con un juez encargado de
dirigir o controlar la averiguación de los hechos y asegurar las responsabilidades
de los imputados. Pero el juicio y la decisión respetan el principio acusatorio,
de modo que la potestad jurisdiccional se ha de mover en los límites marcados
por las partes acusadoras, sin que el tribunal pueda modiF car los hechos que
sustentan las posiciones de las partes ni introducir elementos de prueba que no
hayan sido propuestos por ellas.
El juez instructor, en aquellos países donde pervive esta F gura del tipo
procesal penal mixto —que se instauró en ±rancia tras la Revolución bur-
guesa, cuando no se atrevieron a diseñar un verdadero proceso de partes—,
tiene a su cargo no sólo la decisión sobre la apertura del procedimiento,
que puede incluso acordar de oF cio, sino que asume la responsabilidad de
ordenar las concretas diligencias de investigación que considere útiles y per-
tinentes, dirigiendo, por tanto, la marcha de la investigación, y de cerrar esta
fase del procedimiento cuando lo entienda oportuno. Pero, junto con todo
esto, el juez de instrucción tiene a su cargo una tarea aún más importante y
trascendente desde el punto de vista de la propia estructura del proceso: es
él quien ha de formular una imputación contra una determinada persona, y
sólo se puede abrir el juicio una vez que se haya establecido la imputación
judicial.
A este cometido se añade la atribución expresa a los jueces de la función de
garantizar los derechos de los ciudadanos, lo que se hace especialmente presente
en el desarrollo del proceso penal, y no sólo en la sentencia que le ponga F n,
sino precisamente durante la fase de investigación, cuando el imputado viene
amparado por el derecho a la presunción de inocencia; en esa fase del proce-
dimiento se produce un enfrentamiento de este derecho fundamental con el
interés público en el descubrimiento y en la represión de los delitos, que puede
aconsejar la adopción de medidas que suponen intromisiones en el ámbito de la
libertad, de la intimidad o del secreto de las comunicaciones.
De todo lo dicho es fácil colegir que la función de garantizar los derechos
de quienes intervienen en esa primera fase del procedimiento penal —y, muy
señaladamente, los derechos del imputado— cuando subsiste la F gura del juez
de instrucción corre el riesgo de convertirse en algo colateral y, lo que es peor,
esencialmente incompatible con el resto de cometidos que ese juez tiene atribui-
dos. Es esencialmente contradictorio dirigir la investigación, u ordenar de oF cio
diligencias para averiguar los hechos y establecer inicialmente las responsabi-
lidades, acordar medidas restrictivas de cualquier derecho —incluida la medida
de prisión— y, al propio tiempo, desempeñar el genuino papel de garante de los
derechos fundamentales de todos los sujetos afectados por el proceso penal y,
sobre todo, de la persona a quien se han decomisado los bienes, se han inter-
venido las comunicaciones, se ha allanado el domicilio o se le ha privado de la
libertad.
En todo caso, pasando por encima de este diseño de la fase inicial del pro-
cedimiento, que es en buena medida diferente en los distintos ordenamientos
de la cultura jurídica occidental, tanto de corte romanista como anglosajón, en
lo que concuerdan todos ellos es en el reconocimiento y estricto respeto del
principio de que el ejercicio de la acción penal ha de venir encomendada a un
sujeto diferente del tribunal que ha de dictar sentencia.
Porque la sanción penal encuentra su legitimación, entre otras cosas, en la
intervención de un juez, que ha de ser un tercero imparcial e independiente,
ante el que se presenta una acusación, formulada y sostenida por un tercero,
diferenciado de quien debe dictar la sentencia. De este modo, sin acusación, que
es el acto procesal en que se concreta el ejercicio de la acción penal, no puede
haber condena y ni tan siquiera puede abrirse el juicio.
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3. La garantía de la libertad
Cuando en el siglo
XIX
se modif ca el proceso penal en la Europa continental y
en Latinoamérica, se parte del modelo napoleónico, que hunde sus raíces en los
postulados revolucionarios de la libertad del individuo y del respeto por la persona
humana, y una de las primeras y más importantes derivaciones es situar al hombre
en el centro del procedimiento penal. Este cambio de paradigma vino acompañado
del tránsito del derecho penal de autor al derecho penal del hecho, de modo que
la represión no tuviera ya como reFerente una persona, sino un hecho delictivo,
superando de ese modo la inFausta etapa de las
inquisitiones generales
.
En el nuevo modelo de enjuiciamiento penal el tratamiento del imputado
presenta un cambio radical, pues se trasladan a las leyes procesales los principios
de respeto y salvaguarda de los derechos básicos de la persona en el tratamiento
que los órganos públicos han de dispensar al imputado y, además, se reconocen
algunos derechos Fundamentales de contenido procesal que, como el derecho a
la presunción de inocencia, el derecho a no declarar o el derecho a la deFensa,
dan un vuelco def nitivo al proceso penal.
El gran principio de la libertad individual tiene que impregnar también las
actuaciones procesales y, de acuerdo con él, se han de establecer los presupues-
tos para la adopción de las medidas cautelares, poniéndose coto a las ilimitadas
Facultades que se conFerían a la autoridad judicial para la privación de libertad
del imputado durante el procedimiento. La presencia de un juez instructor per-
mitió diseñar la intervención de un órgano imparcial para adoptar durante la
investigación las medidas que suponen un menoscabo de los derechos del im-
putado, de tal modo que así se garantizase que tales medidas se ordenaran sólo
en cuanto resultaran indispensables.
En este proceso penal, que toma como reFerencia el modelo inglés, el im-
putado, tradicionalmente considerado objeto del proceso, pasó a ser su f gura
principal y podía intervenir en él desde el momento en que se Formulara la im-
putación por el instructor.
Asimismo se distinguió de un modo nítido entre la Función de acusación,
que se atribuyó al Ministerio ±iscal actuando de acuerdo con los principios de
legalidad e imparcialidad, y las Funciones de investigación y enjuiciamiento, que
se encomendaban a órganos del poder judicial.
Por tanto, el acusador no podrá en adelante enjuiciar, y su Función procesal se
limitará precisamente a la de postular, interviniendo en el proceso desde una posi-
ción de parte, pidiendo la aplicación de la ley penal conForme entienda que se han
producido los hechos, y de acuerdo con su visión y valoración de los mismos.
Es decir, el acusador público interviene en el proceso y Formula la acusación
con un interés objetivo en la represión, pero partiendo del resultado de la activi-
dad procesal y, al carecer de derecho o interés subjetivo o personal que defender
en el proceso, debe solicitar la absolución de quien considere inocente. Por su
lado, al tribunal que ha de juzgar le está vedada cualquier intervención que
pueda suponer ejercicio de acusación, de modo que no podrá formular imputa-
ción, ni introducir hechos nuevos en el proceso, sino que habrá de atenerse a lo
alegado y probado por las partes.
Se restituía de este modo el enjuiciamiento penal a la estructura que había
perdido con el procedimiento inquisitivo, y quedaba garantizado que, ante la
agresión que el delito entraña, la sociedad situaba a un valedor de los bienes
públicos y de los intereses generales, que estaba fuera de la estructura judicial,
para formular la acusación.
4. Los derechos del imputado
El proceso penal representa probablemente el principal campo de tensión entre la
protección de la seguridad pública presuntamente quebrantada por la comisión de
un delito, y el derecho a la libertad de quien se ve sometido al proceso. Por esa ra-
zón, el imputado ha sido rodeado de un conjunto de garantías que conF guran un
estatus procesal que con enormes esfuerzos se ha conseguido asentar en la cultura
jurídica occidental. Aquí reside precisamente el mayor avance de la civilidad, de la
cultura democrática occidental, que se enfrenta a la respuesta penal pasando por
la salvaguarda de los derechos de la persona a la que somete al proceso.
En resumen, el imputado tiene, desde su consideración como una parte del
proceso penal, derecho a su defensa, lo que signiF ca el derecho a conocer que
se está siguiendo un proceso contra él, al derecho a intervenir activamente en
el procedimiento o el derecho a recurrir la resolución desfavorable. La mera im-
putación policial conF ere al sujeto una serie de derechos de defensa, que deben
ser escrupulosamente respetados: en primer lugar, a tener conocimiento de que
se está siguiendo una investigación que le apunta como presunto responsable; en
segundo lugar, a la asistencia de abogado. Por eso, también cuando las actuacio-
nes de la policía o las diligencias del F scal F nalizan con el archivo y no se inicie
procedimiento judicial alguno, hay que darlas a conocer al imputado, pues no
cabe sustraer estas diligencias por lo menos a la garantía de la contradicción y la
defensa, del control de quien ha estado sometido a ellas.
Para superar el proceso penal inquisitivo, un elemento capital del moderno
proceso penal es el derecho a ser informado de la acusación en todo momento; de
esta manera se evitan las inquisiciones generales y se impide la actuación secreta
e ignorada del aparato estatal, que pudiera durar indeF nidamente, y mantener
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viva la sospecha sobre el investigado, para luego caer sobre él en el momento más
inesperado. En el proceso inquisitivo el instructor inquiría sin comunicar lo que
buscaba, y podía interrogar a un sospechoso sin hacerle saber de qué y por qué
sospechaba de él; muchas veces no se le interrogaba porque se presumiera que
había cometido un hecho delictivo, sino para saber si había hecho algo.
De la imputación se debe informar inmediatamente, sin que sea legítimo nin-
gún género de demora, ni siquiera para practicar diligencia de investigación al-
guna que pretendiera corroborar
a limine
los hechos presuntamente delictivos.
La comunicación de la imputación consistirá en darle a conocer, de modo que le
sea comprensible (lo que impide tanto las comunicaciones formularias como las
que no permitan un cabal entendimiento de aquéllas), todos y cada uno de los
hechos delictivos que se le atribuyen y están siendo investigados, el sentido de la
investigación y las posibles consecuencias del proceso penal, de forma suF ciente
para que se pueda defender con eF cacia, lo que comprende al propio tiempo la
ilustración acerca de todos los derechos que integran la defensa.
±rente al derecho a la acusación el ordenamiento jurídico inevitablemente ha
de reconocer un derecho de signo contrario: el derecho del acusado a articular
una adecuada defensa, derecho a repeler esta agresión que pone en cuestión sus
bienes jurídicos más importantes, entre ellos, su libertad.
Porque es evidente que la defensa opera como factor de legitimidad de la
acusación y de la sanción penal, y con tal perspectiva se deben ordenar de-
terminadas garantías para la tramitación del proceso, y exige la contradicción
procesal, trasunto del derecho a un proceso con todas las garantías, para su
intervención en el proceso.
En deF nitiva, el derecho de defensa, que se traduce además en otros derechos
instrumentales, como el derecho a la asistencia de abogado, a la utilización de
los medios de prueba pertinentes, a no declarar contra sí mismos y a no confe-
sarse culpable, se concreta en las actuaciones de quien ve amenazada o limitada
libertad, por causa de unas actuaciones penales.
5. La distribución de funciones y responsabilidades entre los
órganos públicos en el proceso penal
En el proceso penal de la Europa continental se atribuyó al Ministerio ±iscal el
ejercicio de la acción penal, de acuerdo con los principios de legalidad e im-
parcialidad, de modo que había de promover el proceso cuando entendiera que
se habían producido unos hechos delictivos, instando su represión, y, al propio
tiempo, debía pedir la terminación del procedimiento para quien considerase
inocente, o solicitar su absolución al F nal de juicio.
Y se atribuyó al juez de instrucción la preparación del juicio, responsabilizán-
dolo de la fase de investigación. Esta fase es característica propia del proceso
penal, pues normalmente se desconoce la dinámica comisiva del delito, las cir-
cunstancias en que se produjo y las personas que participaron en él, ya que, por
lo general, se habrá tratado tanto de ocultar su perpetración como de destruir u
ocultar los elementos o los efectos del delito.
Con estas premisas estructurales, y con el respeto de las garantías de defensa
del imputado, para dispensar una respuesta estatal a los delitos que se cometen,
se exige un proceso penal eF caz. Y la eF cacia ha quedado muy seriamente en
entredicho en estas últimas décadas.
Porque es verdad que la vida social se ha ido haciendo más compleja, y los
objetos de enjuiciamiento han cambiado de un modo notable. De los procesos
penales por delitos contra la vida con un componente afectivo (los llamados
delitos pasionales) o los delitos contra la propiedad en una economía rural, los
tribunales se han visto ante el reto de enjuiciar el crimen organizado, con relacio-
nes y contactos trasnacionales, con una trama compleja y métodos soF sticados;
la criminalidad económico-F nanciera; los delitos de cuello blanco o las acciones
de corrupción política, o los delitos de terrorismo continuado y organizado.
Además, es cierto que el volumen de procesos penales ha crecido extraor-
dinariamente, y que no es ajeno a esta circunstancia el crecimiento de las des-
igualdades sociales.
En deF nitiva, los tribunales penales se enfrentan ahora con nuevos desafíos
y ni disponen de los conocimientos especializados que resultan imprescindibles,
pues no se les capacitó para ello, ni siempre encuentran el suF ciente apoyo del
personal técnico de investigación criminal.
Es verdad que no faltan ocasiones en que la demanda social de justicia,
también de justicia penal, puede impulsar al juez en un determinado sentido,
intentando condicionar o mediatizar sus resoluciones. La presión de los medios
de comunicación sirve además de eF caz aliado de esa sensibilidad social que
no es indiferente al resultado de los procesos, como sucede cuando se trata de
casos de terrorismo o de narcotráF co, que se contaminan de la “jurisprudencia
prospectiva”. Sin embargo, el poder judicial debe mantenerse como un celoso
guardador de su independencia, impidiendo absolutamente cualquier injerencia
o intromisión en sus decisiones, ni siquiera como aliado o cómplice de la mayoría
de la población, pues ha de defender, sobre todo, los derechos de los justiciables
y debe ser el incondicional servidor de la ley.
El sentido de su papel como garante de los derechos de los ciudadanos apli-
cando la ley, conseguirá colocar al juez por encima de críticas o presiones, aunque
ahí ha de encontrarse con valedores dentro del propio cuerpo judicial, si es que
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actuó en los límites del ejercicio de su potestad: ajustándose a los márgenes de la
ley y respetando las garantías del proceso. Porque no se puede, a pretexto de su-
birse en la cresta de una ola favorable, y a sabiendas del aplauso social, pasar por
encima de los derechos de los justiciables; el juez que no protege esos derechos
sencillamente está quebrantando la esencia de su labor y su razón de ser.
Pues bien, en estas últimas décadas se ha iniciado lo que parece ser un im-
parable movimiento reformador de los procesos penales tanto en Europa como
en toda Latinoamérica. Ese movimiento reformador comenzó en Alemania en
1974, con un sentido esencialmente economicista, pero se ha ido extendiendo
a Portugal e Italia, y en la década de los noventa, a la práctica totalidad de los
países de Latinoamérica.
Estas reformas tienen claras inF uencias del sistema procesal penal norteame-
ricano y se fundamentan en un elemento sustancial: la base para el ejercicio del
ius puniendi
ha de ser el juicio oral, de modo que toda la fase de investigación
debe quedar subordinada a este momento procesal. Pese a quien pese estamos
casi al principio, dos siglos atrás, porque es la base del sistema de enjuiciamiento
penal del Código Napoleónico de 1808. Lo que sucede es que la práctica procesal
ha discurrido por derroteros diferentes de los que ley estableció, de modo que
la fase de investigación se había convertido en realidad en la piedra angular del
procedimiento, y el juicio oral había pasado a ser una suerte de reproducción
formularia (en muchas ocasiones, ni siquiera eso) de las actuaciones que se ha-
bían realizado ante el juez de instrucción en secreto.
La fase de instrucción del proceso penal recibe en la actualidad una atención
esencial en todos los ordenamientos jurídicos, porque, cumpliendo con su ± nalidad
de depurar la
notitia criminis
, de esclarecer su correspondencia con la realidad y la
identidad de los posibles autores, no sólo consigue
preparar el juicio oral
sino que,
por encima de eso, permite
evitar el juicio oral
, en la medida en que proporciona
a todos los sujetos los elementos para decidir si procede o no la continuación del
proceso penal con la apertura del juicio, al haberse obtenido una representación de
los hechos que se intenta sea lo más aproximada posible a la realidad.
Sin embargo es lo cierto que, en los países en que se ha mantenido la ± gura
del juez de instrucción, tempranamente la realidad procesal se apartó de la ge-
nuina esencia y justi± cación de esta fase del procedimiento, establecida legal-
mente como una etapa de corta duración. En estos países la instrucción se ha
convertido desde luego en la piedra angular del proceso penal, no tanto por lo
que se puede obtener durante ella, que también, sino sobre todo por su singular
trascendencia desde el punto de vista de la represión.
Con la instrucción se pretenden obtener los elementos que las partes precisan
para sustentar sus posiciones en el juicio; sin embargo, concebida como una fase
instrumental del juicio, que comprendía actuaciones meramente preparatorias,
ha acrecentado su valor intrínseco y adquiere una gran
relevancia en el resulta-
do del proceso
y su valor en la práctica es enorme. No sólo por la trascendencia
pública de todo lo que en ella acontece, con unas graves repercusiones af ictivas,
sino por la eF cacia en el juicio y en la sentencia de las diligencias instructorias, al
tomarse en consideración que han sido realizadas con la garantía de la presencia
judicial, y en muchos casos con la presencia del propio imputado.
El modelo de proceso penal se ha adulterado hasta el punto de que su plan-
teamiento original resulta di±ícilmente reconocible, y no se sostenía por más
tiempo. No podemos engañarnos por más tiempo: el proceso penal que ahora
tenemos es un remedo del modelo diseñado por el Estado liberal; porque cuando
se subvierten elementos esenciales de un orden procesal, cuando se cambian
piezas relevantes, lo que antes era un retrato se convierte en una caricatura.
La ±ase de instrucción, que en un principio se estableció como una ±ase del
procedimiento corta y secreta, se ha convertido en actuaciones interminables y
públicas. La permanente contradicción y el desmentido de la práctica ±orense a
las previsiones de la ley, que parece aceptarse sin resistencia, no sólo suponen un
apartamiento de las previsiones normativas, lo que de por sí sería algo grave; el
problema viene de que tal y como se realiza la instrucción queda irremediable-
mente a±ectada incluso la
presunción de inocencia
como regla de tratamiento
del imputado, que ha de ser tratado como inocente durante todo el proceso.
Se ha querido, por tanto, atajar la causa que había pervertido el sistema y se
ha optado por introducir el otro gran pilar de la re±orma: la ±ase de investigación
(que no puede ser otra instrucción) se atribuye al Ministerio ²iscal. No se trata,
pues, de sustituir el juez por un F scal instructor, reproduciendo los anteriores
esquemas procesales, cambiando a uno por el otro, sino de superar el modelo
que ha regido en nuestros países por más de un siglo. De otra manera, la re±or-
ma no supondría más que modiF car la ubicación y el centro de imputación de
los males que aquejan al actual modelo de proceso penal, pero poco o nada se
habría avanzado.
Precisamente la posible asunción de las tareas investigadoras por el F scal
pone sobre la mesa la inhabilidad del juez de instrucción para ocuparse de todo
el complejo entramado de actuaciones que se producen en esta ±ase del proce-
dimiento. Pero la atribución de la investigación al Ministerio ²iscal no supone
que este órgano pueda asumir de propia autoridad la práctica de cualquier
diligencia o actuación con objeto de esclarecer los hechos delictivos. Resulta
obvio que, cuando menos, las medidas restrictivas de derechos ±undamentales
vienen reservadas a la autoridad judicial; porque, como regla general, las limi-
taciones de derechos ±undamentales exigen para su validez constitucional de
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una previa resolución judicial suf cientemente motivada, y proporcional al f n
lícito que se persiga.
A lo largo de un procedimiento penal cabe adoptar determinadas medidas y
cómo practicar ciertas diligencias que, si bien representan un eFectivo sacrif cio de
los derechos individuales, resultan sin embargo indispensables para los f nes de la
investigación de los delitos o para el desarrollo normal del proceso; en def nitiva
para la realización del derecho penal. Por consiguiente, el f scal se encuentra con
la necesidad de acudir a la autoridad judicial para que se autoricen ciertas medi-
das o se practiquen algunas diligencias, interviniendo entonces el juez como ga-
rante de los derechos, pero desde una posición procesal imparcial, sin implicarse
en la investigación y sin poder ordenar de of cio diligencias o medidas cautelares,
tutelando los derechos de todos los implicados en un proceso penal.
Ahora bien, cuando se atribuye la responsabilidad de la investigación al Mi-
nisterio ±iscal no se puede caer en un encarecimiento del proceso o en una
privatización de la justicia penal, puesto que tanto la víctima que quiera acusar
como el imputado deberían buscar Fuera de esa investigación of cial del f scal los
elementos precisos para sustentar su posición en el proceso.
Esta posibilidad tiene que rechazarse de modo terminante en nuestros sis-
temas jurídicos (por más que esté vigente en otros ordenamientos, como en
Estados Unidos, que en este sentido no puede ser el reFerente) y debería paliarse
sin lugar a dudas con un acceso rápido y eFectivo a la autoridad judicial que,
a la vista de las alegaciones del solicitante y de las razones de la negativa del
Ministerio ±iscal, pudiera ordenar la práctica de la diligencia requerida.
Tal opción no implica dejar en desamparo al imputado, pues el encargado
de la investigación ha de respetar escrupulosamente, a lo largo de toda ella, los
derechos procesales, garantizando el ejercicio del derecho de deFensa y todos los
derechos reconocidos en las normas procesales; no en vano el Ministerio ±iscal
debe velar por el cumplimiento de la ley.
Como es obvio, encomendar a un mismo órgano toda la actividad que se ha
de realizar durante la investigación de un hecho delictivo, sin tener en cuenta
la naturaleza de cada actuación, carece de justif cación y de sentido. El juez
debe quedar como controlador de la legalidad de los actos procesales realizados
por el f scal, generalmente a través de la resolución de peticiones y de recursos,
porque el papel que debe desempeñar el juez durante la investigación no es más
(ni menos) que el de garante de los derechos de las partes, esencialmente del
sujeto pasivo del proceso. De este modo se Fortalece el principio de imparcialidad
judicial y se aplica mejor el principio de exclusividad del ejercicio de la potestad
jurisdiccional por el poder judicial.
El modelo de investigación penal a cargo del Ministerio ±iscal introduce no
sólo mayor agilidad en la tramitación del procedimiento, suprimiéndose la du-
plicidad de diligencias, sino que sitúa estas actuaciones en su verdadera dimen-
sión, otorgando las facultades de esclarecimiento de los hechos y la iniciativa de
aseguramiento del delincuente tanto al órgano público de la acusación como a
quien, con el carácter de actor popular o de acusador particular, pretenda inter-
venir en el procedimiento y asegurar las fuentes de prueba.
6. El principio de oportunidad en la persecución penal
Desde el momento en que se conozca la existencia de un delito, de un grave
atentado contra la sociedad, el Ministerio Fiscal debe intervenir para su defensa
y, de haberse consumado la agresión, instar lo que sea procedente en derecho.
En la concepción del estado de derecho el principio de legalidad, la sumisión
y adoración de la ley como manifestación de la soberanía popular, hacía enten-
der que el sistema normativo era completo, que regulaba todas las posibilidades
de actuación. De modo que si se producía un hecho subsumible en una norma
penal se había cometido un delito, y no se podían apreciar otros hechos u otras
circunstancias más que aquellas que la propia ley preveía; todo debía estar en la
ley y todos habían de servir a la ley.
Sin embargo, la evolución del sistema penal se ha venido inclinando por la
reducción del ámbito punitivo —el principio de intervención mínima— de modo
que el derecho penal se aplique sólo cuando no haya otro medio para responder
jurídicamente a una conducta —
ultima ratio—
. Porque la solución del derecho
penal no es probablemente ni la única ni la mejor solución para el con± icto jurí-
dico y humano que provoca la comisión de un delito, y sin caer en una concep-
ción abolicionista, de desaparición del derecho penal, es lo cierto que los ² nes
del sistema penal y de la pena se alcanzan mejor, con más porcentaje de éxito
y, en todo caso, con una mayor salvaguarda de los derechos de los ciudadanos,
por otras vías (la prevención, la asistencia social, etc.), de modo que el derecho
penal en muchas ocasiones puede y debe ser inhibido.
La defensa del derecho penal como
ultima ratio
del sistema jurídico acon-
seja utilizar instrumentos sólo recientemente ensayados, tendentes a mejorar la
respuesta social frente al delito y la satisfacción de la pretensión reparatoria a la
víctima, que se ha colocado en un punto focal de todo el sistema penal. Estos
instrumentos, como la mediación penal, persiguen una más adecuada y justa
solución tanto al con± icto entre el delincuente y la sociedad como al con± icto
civil entre el responsable y la víctima, de modo que no se cierre en falso el pro-
ceso penal con insatisfactorias decisiones que se dictan en el estrecho cauce del
principio estricto de legalidad.
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Sin embargo, este movimiento del derecho penal mínimo es, sin duda alguna,
ajeno a una circunstancia que por desgracia ha coincidido en el tiempo, el nota-
bilísimo incremento de la criminalidad y, por tanto, de la carga de trabajo en los
tribunales. Esta coincidencia ha llevado frecuentemente a deslegitimar el prin-
cipio de intervención mínima a base de vincularlo a un sentido eminentemente
economicista de la justicia penal, como si su principal objetivo fuera aligerar la
administración de justicia de los expedientes judiciales que se acumulan en ella.
No se deben confundir las medidas que tienden a hacer más eF caz a la
justicia penal, intentando agilizar los procedimientos e incluso sacando de la
actividad jurisdiccional aquello que no merezca o no deba estar, de aquellas otras
medidas que sirven para obtener una respuesta más satisfactoria en términos
de la decisión de fondo del con± icto, profundizando al propio tiempo en los
mecanismos de justicia social.
Ambas medidas son esenciales, pero la actuación del legislador en esta última
clave de mejora del resultado de fondo, es lo que ha de tener en cuenta la parte
acusadora y, desde luego, el acusador público a la hora de ejercitar la acción penal;
de un lado, formulando acusación sólo cuando esté persuadido de la existencia
de delito y de que puede aportar elementos probatorios que acrediten la respon-
sabilidad del acusado; de otro lado, de acuerdo también con la ley, formulando
la acusación sólo cuando el interés público lo demande, y esta ponderación es la
que permite al acusador público abstenerse de acusar, aun cuando entienda que
se produjeron hechos delictivos y cuente con suF cientes elementos probatorios
de cargo, porque concurren en el caso concreto circunstancias que aconsejan o
autorizan a realizar una ponderación de la ley penal que tome en cuenta factores
o elementos que no pudieron ser valorados y F jados por el legislador penal.
En este orden de ideas se inscribe el principio de oportunidad, que autoriza
al Ministerio ²iscal para no formular acusación en ciertos casos, sustituyendo un
necesario ejercicio de la acción penal derivado del principio de legalidad, enten-
dido como necesidad de promover la acción penal siempre que se tenga noticia
de la comisión de un hecho delictivo; lo que algunos denominan “principio de
estricta legalidad penal”, encierra al sistema penal en una especie de trampa sin
escapatoria. Porque el imperio del principio de legalidad radical conduce a la
deF nición del marco de actuación de las normas penales y procesales a partir
sólo de este conjunto de disposiciones, desentendiéndose del contenido de otras
normas incluso del mismo o superior rango.
La aplicación de este principio de estricta legalidad, obligando siempre a
ejercitar la acción penal, exigiría que una vez que una conducta ha tenido en-
trada en el Código Penal, cuando ha ingresado en el elenco de delitos, el sistema
represivo queda deF nitiva e irremediablemente atrapado, sin escapatoria posible;
de este modo, para que se pueda entender que el sistema funciona de una forma
legítima no queda otra solución que perseguir todas las conductas delictivas. No
caben excepciones, porque sólo se puede excluir aquello que el Código Penal
excluye, de modo que si se considera que el reproche penal no debe alcanzar una
conducta, la única solución sería la descriminalización. En esta concepción todo
delito debe ser efectivamente perseguido y sancionado, puesto que su comisión
ha puesto en peligro o ha atacado un bien jurídico considerado digno del singu-
lar reproche que implica la sanción penal, o en otro caso se estaría traicionando
uno de los principios esenciales del estado de derecho.
La obediencia a una interpretación tan estricta del principio de legalidad resul-
ta imposible, incluso en supuestos de férreos y odiosos estados policiales; de un
lado, siempre existirá una cifra negra de criminalidad; de otro lado, sólo un míni-
mo porcentaje de los delitos que ingresan al sistema llegan a ser enjuiciados.
Los datos españoles apuntan a que sólo el 10% de los procedimientos penales
iniciados llegan a sentencia, lo que deja fuera del pronunciamiento judicial a la
escandalosa cifra de casi 6 millones de conductas presuntamente delictivas, sea
con la conformidad del acusado, o sin ella, y se termine dictando sentencia con-
denatoria o absolutoria,
1
lo que por cierto supondría, en términos del principio
de obligatoriedad estricto, del deber de perseguir todos los delitos, un auténtico
fracaso de la respuesta penal.
Pueden considerarse como supuestos de aplicación del principio de discre-
cionalidad todos aquellos en que, a pesar de entender que se ha cometido un
hecho delictivo y que existen elementos de prueba para lograr la condena del
responsable, el Ministerio Fiscal renuncia a la acusación o insta una condena
deliberadamente menor que la prevista en la ley penal. Los supuestos van
desde la solicitud de sobreseimiento de la causa por razones de política cri-
minal, de utilidad pública o de interés social, o bien la posibilidad de instar la
f
nalización del proceso en ±orma de sobreseimiento bajo condición impuesta
al imputado, que se vería entonces obligado al cumplimiento de determinadas
condiciones o prestaciones, o bien la solicitud de una condena en términos
que previamente se han pactado con el acusado.
Para que opere la discrecionalidad, y salvo algún supuesto de sobresei-
miento sin condiciones, se requiere comúnmente un acuerdo del acusado con
1
En España el sistema penal hace af
orar más de 6.5 millones de delitos en 2008 —exactamente, 6,570,159 asuntos
penales ingresados. Sin embargo, la justicia penal administra en realidad hasta el momento de la sentencia sólo
un 10% aproximadamente de los asuntos ingresados —exactamente, en 2008 se dictaron 676,028 sentencias, lo
que signiF
ca alrededor del 10%, dado que la ci±ra de procesos ingresados y resueltos en 2008 es coincidente, pues
±rente a los 6,570,159 asuntos ingresados ±ueron resueltos 6,516,094 asuntos (Proyección de datos para el año 2008
proporcionada por el
CGPJ
).
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la acusación, lo que se suele concretar en una declaración de culpabilidad o
de conformidad con los cargos
guilty plea
(confesión), con renuncia al juicio
oral y a la prueba y, por tanto, al derecho a no declarar contra sí mismo, al
derecho de interrogar a los testigos o al derecho al jurado.
Se puede llegar a esta conformidad bien de forma voluntaria, en casos de
espontánea manifestación de acusado, e incluso de arrepentimiento, o bien de
forma inducida por el deseo o el interés de evitar una pena más grave, lo que
puede implicar una auténtica negociación con el Ministerio Fiscal.
Además de la conformidad sin una formal negociación, en otros ordena-
mientos jurídicos se permite con toda amplitud la vía negociada o acuerdo
del ±
scal con el acusado sobre el delito o la pena, a través del llamado
plea
bargaining
, que a su vez contempla diferentes posibilidades, desde el acuerdo
con la condena más benigna, la modi±
cación de la acusación a través de la
reducción de los hechos imputados o la sustitución por otros más leves, o los
llamados
cambios o permutas
, como el cumplimiento de la condena en deter-
minados centros o establecimientos, la permanencia en centros de curación,
e incluso la omisión de la acusación por considerar que las circunstancias del
caso concreto la desaconsejan.
Desde luego que este principio supone una sustancial quiebra del sistema
procesal penal tradicional, basado en el monopolio estatal del
ius puniendi
y
en la exclusividad jurisdiccional (prohibición de la autotutela e indisponibili-
dad de la pena), pero con él se logra traer al proceso los derechos e intereses
de quien tradicionalmente se había visto apartado del enjuiciamiento penal,
como si lo que sucediera en él le resultara del todo ajeno: la víctima. En
efecto, el título de haber padecido los efectos del delito, de haber sufrido en
primera persona en un bien propio la agresión de la acción criminal, quedaba
al margen del proceso penal en su concepción tradicional, pues la represión
se desarrollaba exclusivamente entre el Estado y el imputado, lo que, bajo el
manto de la igualdad, provocaba mani±
estas situaciones de injusticia.
En cualquier caso, es claro es que la apreciación de las circunstancias que
se han de tener en cuenta para separarse de la aplicación estricta de la ley
penal por parte del acusador público, el uso de una libérrima facultad dis-
crecional o de utilizar los márgenes que la ley le marca, debe ser ponderada
tomando en cuenta la legitimación del Ministerio Fiscal, pues de esa manera
se podrán apreciar los márgenes que se conceden desde el punto de vista po-
lítico, es decir, la discrecionalidad que se pone en sus manos.
Esta consideración es muy relevante. La atribución de facultades discrecio-
nales, que no están descritas en una norma, supone la adopción de decisiones
políticas, elegir de entre distintas opciones lícitas por razones que no están
previstas en la ley. Así las cosas, el campo de la discrecionalidad en el ejercicio
de la acción penal o, más precisamente, la facultad para no perseguir delitos
cuando se considera que se han cometido, debe correr en paralelo con la res-
ponsabilidad política que se pueda exigir al titular de aquella facultad por el
mal uso o los excesos que hubiera podido cometer.
Y a este respecto es necesario advertir una esencial línea divisoria, es-
tablecida por la distinta legitimación del acusador público, diferenciando
desde el principio dos modelos básicos de organización y funcionamiento
del Ministerio Fiscal: por una parte, un Ministerio Fiscal de marcada legiti-
mación política, cuyo nombramiento viene dado por la elección popular, que
es el modelo vigente para un buen número de puestos ±
scales de los Estados
Unidos de América. Por otra parte, un Ministerio Fiscal burocrático, inserto
en una organización que goza de una cierta autonomía y generalmente con
cierta vinculación con el poder ejecutivo, como sucede en los países conti-
nentales europeos y de América Latina, excepción hecha del sistema italiano
y el brasileño, donde los ±
scales gozan de independencia y vienen asimilados
enteramente a los jueces.
En el primer caso, como cargo político, cuya legitimación deriva y se sus-
tenta en la elección directa de los ciudadanos y ante ellos tiene que rendir
cuentas, se suelen —y se pueden— poner en manos del ±
scal unos márgenes
de discrecionalidad amplios, puesto que en las periódicas citas electorales ha-
brá de rendir cuentas ante los ciudadanos de la política criminal que se haya
seguido y, en su caso, del abandono de la acción penal, dejando de perseguir
delitos. Precisamente la modulación de la legalidad en la persecución penal
debe residenciarse en la sociedad afectada por el delito y es el ±
scal quien
traslada esa conciencia social ante los tribunales.
Frente a este modelo, con un Ministerio Fiscal burocratizado, compuesto
de funcionarios públicos profesionales, que se legitiman por su ingreso en
una carrera y que se amparan en un estatuto funcionarial y en una organiza-
ción normativizada y altamente formalizada, carecen de iniciativa política y,
por eso mismo, de responsabilidad política. Al ser funcionarios dentro de la
organización burocrática han de limitarse a cumplir las normas y no pueden
diseñar estrategias o iniciativas políticas.
Para que el principio de discrecionalidad tenga cabida en un sistema bu-
rocratizado se necesita de un marco jurídico preciso dentro del cual desen-
volverse, de modo que el legislador establezca con una referencia normativa
su±
cientemente clara el ámbito y los presupuestos de aplicación. Así entendi-
do, el principio de discrecionalidad, con carácter general y sin concesiones a
la pura arbitrariedad, satisface plenamente los ±
nes que debe cumplir la pena,
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calibrando las circunstancias que concurren en el caso concreto y proporcio-
nando la respuesta penalmente más justa a los hechos delictivos.
Aunque es cierto que en la base de la introducción del principio de discre-
cionalidad en Alemania estuvieron muy presentes las dif
cultades que tenía
planteadas el sistema penal por el incremento cuantitativo de los procesos
penales, la introducción del principio de discrecionalidad, o el reconocimiento
de ciertas quiebras o excepciones del principio de legalidad, o de obligatoriedad
en el ejercicio de la acción penal, debe responder en la actualidad a f
nalidades
ajenas a las meramente económicas, de una mejor gestión de los recursos.
En primer término, no cabe cerrar los ojos a la existencia de una evidente
discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal, en la medida en que la
calif
cación jurídica, la proposición de pruebas o la petición de pena no res-
ponden a criterios automáticos, sino que precisan la integración de acuerdo
con el criterio del acusador, que debe valorar los hechos e interpretar las
normas para decidir si está técnicamente en condiciones de ejercer la acción
penal; por tanto, se trata de lo que se denomina
discrecionalidad técnica o
interpretativa
.
Junto a ella aparece la llamada discrecionalidad
sumergida
o discreciona-
lidad
implícita
, derivada de la imposibilidad eFectiva de perseguir todas las
inFracciones penales conocidas. Se trata de decisiones que traducen priorida-
des, es decir, elección entre alternativas, sustrayendo del sistema la represión
de ciertas conductas que se consideran menos graves. Esta discrecionalidad se
puede atribuir al órgano público de acusación junto con el juez instructor en
los países donde se mantiene este modelo.
Ahora bien, el Factor esencial es que la existencia de márgenes inelimi-
nables de discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal implica que la
política criminal, que consiste en la prevención, investigación, persecución y
castigo de los delitos, no puede quedar reducida al momento legislativo, sino
que debe comprender también su modo de aplicación.
Por lo tanto, es dudoso que la orientación de la política criminal pueda de-
jarse en manos de una institución pública que no sea representativa de la con-
ciencia social ni políticamente responsable, sustrayéndola del ámbito en donde
se encuentra residenciada: en el gobierno, que dirige la política interior.
Parece evidente que en un moderno estado democrático de derecho el ejer-
cicio de la acción penal debe estar presidido por la compaginación entre las
exigencias de la legalidad y la política criminal, que no siempre resulta Fácil.
El problema es, naturalmente, encontrar el modelo y los instrumentos que per-
mitan conciliar dos vertientes —deFensa objetiva de la legalidad y actuación de
la política criminal— en la conf
guración del moderno Ministerio ±iscal.
Pues bien, la desatención a la legalidad estricta, absteniéndose el órgano
público de acusación del ejercicio de acciones penales, permite al sistema
penal, sin abandonar la prevención, y sirviendo como instrumento de con-
trol social y de respuesta a la delincuencia, cumplir con otros f
nes a los que
igualmente debe servir el sistema de justicia penal.
Con la aplicación del principio de discrecionalidad se deben evitar los
eFectos criminógenos de las penas cortas privativas de libertad; obtener la re-
habilitación del delincuente mediante su sometimiento voluntario a un proce-
dimiento de readaptación, a cuyo cumplimento eFectivo queda condicionado
el sobreseimiento por razones de oportunidad; estimular la pronta reparación
del daño y, f
nalmente, evitar juicios orales innecesarios, atendiendo a razones
de economía procesal.
Uno de los principales problemas que plantea la implantación del principio
de discrecionalidad es def
nir su ámbito de aplicación, pues parece diFícilmente
aceptable que se llegue a aplicar a todas las conductas criminales, incluidas
las que presentan una mayor gravedad y reproche punitivo, sobre todo porque
de ese modo no se estaría atendiendo a todas las f
nalidades a que antes se ha
hecho reFerencia.
Con esta base, la mayoría de la doctrina limita el ámbito del discrecionali-
dad a las inFracciones menos graves, a la criminalidad menor, que se def
nirá
normalmente por la gravedad de la sanción, de modo que no podría aplicarse
a los delitos más graves (crímenes) y, acerca del resto de inFracciones, cabe
atemperar su aplicación en razón de las circunstancias, incluso penológicas,
de cada ordenamiento, pues a ello responde también el principio de interven-
ción mínima, que debería conducir a la descriminalización de un buen número
de conductas que están aún dentro de los códigos penales.
Por esta senda transitan los países europeos que han abordado en las últi-
mas décadas reFormas importantes del derecho y del proceso penal, y asimismo
la Recomendación (87)18 del Comité de Ministros del Consejo de Europa, de
17 septiembre, sobre la simplif
cación de la justicia penal, sugiere para las
inFracciones menores y más extendidas, entre otras medidas, la adopción del
principio de discrecionalidad, el establecimiento de procedimientos sumarios
y simplif
cados y la transacción, así como la descriminalización de ciertas
conductas.
En lo que hace al principio de discrecionalidad en la persecución, advierte
la Recomendación que tal Facultad debe estar prevista en la ley y adoptada
cuando existan indicios suf
cientes de culpabilidad, y teniendo en cuenta la
gravedad de la inFracción, las circunstancias y consecuencias de la misma, la
personalidad del inFractor, los eFectos de una eventual condena, la situación
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de la víctima, garantizándole siempre el derecho a la reparación de los daños.
Al propio tiempo, previene que el archivo pueda ser incondicionado o sujeto
a determinadas condiciones y previa audiencia del imputado.
Es evidente que en el ámbito del Consejo de Europa, y en 1987, la discrecio-
nalidad sólo podía entenderse como una discrecionalidad reglada, dado que la
estructura y el funcionamiento del Ministerio Fiscal en los países que integra-
ban esta organización no permitían otra cosa. Es la contrapartida de la burocra-
tización del acusador público, que sólo responde en el marco de una ley.
Precisamente esta discrecionalidad reglada tiene que impedir las tentacio-
nes de arbitrariedad de la acusación pública, entendida como acto o proceder
dictado por la voluntad o el capricho, no sólo porque la arbitrariedad de los
poderes públicos debe quedar expresamente prohibida, sino porque se carece
de todo mecanismo de contrapeso para una actuación de ese tipo, pues no hay
posibilidad de exigir explicaciones o de afrontar las responsabilidades por las
actuaciones arbitrarias.
Con todo, el principio de discrecionalidad puede presentar también incon-
venientes graves que será necesario conjurar, como la exagerada atenuación
del rigor de la norma penal, con lo que padecería la prevención general, en
cuyo caso se estaría burlando la norma penal y los designios del legislador.
Sin embargo, lo cierto es que la oportunidad generalmente implica una más
cuidada atención a las víctimas, pues la ley debe prever entre las cautelas para
abandonar o atenuar la sanción de una conducta que los daños hayan sido
su±
cientemente reparados.
En segundo lugar, se dice que la discrecionalidad podría desvirtuar el papel
de las partes en el proceso penal; con un ±
scal que no busque ni la reedu-
cación y reinserción social del imputado ni el resarcimiento de la víctima,
sino la simple liberación de su carga de trabajo, y con un abogado que, en
vez de defender al imputado, se transforme más bien en un mediador entre
±
scal y su “defendido”, en provecho no de éste, sino del propio abogado que
le aconseja.
En tercer lugar, se apunta también que la discrecionalidad podría mermar
gravemente las garantías del imputado, pues los acuerdos se suelen lograr en
momentos muy prematuros de la investigación, con escasos datos sobre el
sujeto y sin que el juez suela pedir informe alguno, con excesiva rutina y una
reducción casi automática de las penas en delitos menores.
Asimismo, se argumenta que con la renuncia a la prueba y a la contra-
dicción en caso de sentencia condenatoria, como ocurre en los supuestos de
conformidad, se podría afectar al derecho a la presunción de inocencia, sobre
todo cuando el acusado haya accedido a la ±
nalización anticipada del proceso
por el temor a la expectativa a una condena más grave después del juicio, o
cuando se vea compelido por los graves efectos de la publicidad del juicio,
como puede ocurrir en los delitos sexuales.
En conclusión, no parece que el principio de discrecionalidad deba perma-
necer al margen del sistema penal, considerado más o menos como algo ajeno
e indeseable al mismo, de modo que sólo cuando se actúe en los estrechos
márgenes que la ley imponga se estará dando satisfacción a una persecución
penal justa e igualitaria. Esta aF
rmación parece olvidar que el ordenamiento
jurídico no puede considerar la realidad por entero, porque sus aristas escapan
indefectiblemente de la mirada del legislador.
Por consiguiente, debe introducirse el principio de discrecionalidad regla-
da, aunque sin duda deberán adoptarse también las cautelas necesarias, que
pasan por establecer la responsabilidad de la acusación por los abusos que
hubieran cometido, si fuera el caso. Porque, al propio tiempo, hay que tener
en cuenta que la apertura del proceso penal en algunos países a las acusacio-
nes por parte de las víctimas, extrañas al Ministerio ±iscal, permite articular
contrapesos que impidan arbitrariedades o excesos, en beneF
cio de la propia
justicia penal.
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