LA DERROTA DE LA POLÍTICA CRIMINAL
Y DEL DERECHO PENAL DE NUESTRO TIEMPO
Gonzalo Quintero Olivares*
SUMARIO
I
. P
OLÍTICA
CRIMINAL
I
.
I
. I
DEAS
VAGAS
Y
POLÍTICA
CRIMINAL
CONCRETA
I
.
II
. L
OS
BUENOS
PRINCIPIOS
TEÓRICOS
Y
EL
CRECIMIENTO
DEL
DERECHO
PENAL
I
.
III
. L
A
POSIBLE
DIVERSIFICACIÓN
DE
LAS
RESPUESTAS
PENALES
I
.
IV
. L
A
IRRUPCIÓN
DE
LAS
VÍCTIMAS
EN
LA
FORMULACIÓN
DE
LA
POLÍTICA
CRIMINAL
II
. D
ERECHO
PENAL
II
.
I
. L
A
PERMEABILIDAD
DE
LA
TEORÍA
DEL
DELITO
II
.
II
. ¿D
ERECHO
PENAL
DE
LA
CULPABILIDAD
?
II
.
III
. N
ECESIDAD
Y
LIMITACIONES
DE
LA
DOGMÁTICA
:
DOLO
E
IMPUTACIÓN
OBJETIVA
II
.
IV
. P
ARA
EL
CONCEPTO
Y
FUNCIÓN
DEL
DOLO
II
.
V
. S
ITUACIONES
INEXPLICABLES
II
.
VI
. V
ENTAJAS
:
CONTRIBUCIÓN
DE
LA
VÍCTIMA
46
R E V I S T A D E L I N S T I T U T O D E C I E N C I A S J U R Í D I C A S
IUS
RESUMEN
El autor ha elegido el término derrota
para significar el curso que está si-
guiendo el derecho penal moderno y
asumir que los principios que garanti-
zan un adecuado proceso con los que
se ha querido
rodearlo, saltan hechos
añicos en cuanto chocan con lo que se
denomina el “problema penal de nues-
tro tiempo”, vaga etiqueta que acoge
a los más variados fenómenos —crimi-
ABSTRACT
The author has chosen the I finish de-
feat to mean the course that is fol-
lowing the modern Criminal law and
to assume that the principles that
guarantee an appropriate process with
those that one has wanted to surround
it, made bits jump as soon as they col-
lide with what is denominated the “pe-
nal problem of our time”, he wanders
it labels that it welcomes to the most
* Catedrático de derecho penal, Universidad de Tarragona, España.
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I
. P
OLÍTICA
CRIMINAL
I
.
I
. I
DEAS
VAGAS
Y
POLÍTICA
CRIMINAL
CONCRETA
No es la primera época en que la política y la ideología penal se han
confrontado y confundido a la vez. Seguramente es un síntoma de crisis
social general, eso que se llama a veces crisis de ideas o de valores. A la
vez que se registra en Europa un visible desapego por la cosa pública, se
reclama más y más seguridad al precio que sea, sin reparar casi nunca en
los precios de pérdida de patrimonio político ciudadano que eso puede
comportar.
Una política criminal se debe suponer coherente con una ideología, pero
lo cierto es que tanto los gobiernos de derechas como los de izquierdas
comparten postulados que otrora eran signo distintivo de los partidarios
del uso máximo del derecho penal. Así las cosas es difícil
identificar ideo-
logías por la política criminal
. Pensemos, y es sólo un ejemplo, en el tema
de las penas. Según un supuesto pensamiento penal progresista habría que
tomar el camino de la progresiva renuncia a la pena privativa de libertad,
cuya aparición histórica es tan comprensible como su crisis, sin que por
ello se atisbe la menor intención de seguir recurriendo a ella cuanto más
mejor; el miedo a que los ciudadanos nieguen su voto al gobernante que
reduzca el recurso a la prisión basta y sobra para empujar hacia no ya una
“huida al derecho penal”, como tantas veces se ha dicho, sino a una “huida
hacia la cárcel” sin más.
Ya sé que con la etiqueta de idea de “política criminal” algunos sólo
nalidad organizada, miedo urbano o
inseguridad, movimientos migratorios
imparables, desarrollo tecnológico,
aumento del riesgo, etc.— que tienen
en común algo de la mayor impor-
tancia: que frente a esas realidades
el discurso del jurista respetuoso con
los postulados del estado de derecho
social y democrático es tomado como
un mero arte cultural que no puede
pretender ser una “herramienta” útil
en la lucha contra el crimen.
varied phenomena —organized crime
rate, urban fear or insecurity, unstop-
pable migratory movements, I develop
technological, I increase of the risk,
etc— that have something of the big-
gest importance in common: that in
front of those realities the respectful
jurist’s speech with the postulates of
the State of social and democratic
Right is taken as a mere cultural art
that cannot seek to be a “tool” useful
in the fight against the crime.
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R E V I S T A D E L I N S T I T U T O D E C I E N C I A S J U R Í D I C A S
acogen la primigenia versión de Von Liszt
1
(crítica del derecho positivo y
proposiciones de reforma), mientras que otros aluden solamente a lo que
—personalmente, muchas veces— les parece que debiera hacerse. También
hay quien la concentra en una sola cuestión; otros la utilizan para identifi-
car el mayor o menor recurso a la pena prisión, como si sólo cupieran dos
políticas, la carcelera y la no carcelera. Pero creo que lo correcto es aceptar
que la política criminal es ante todo la parte de la política que acoge las
orientaciones y decisiones penales y no penales, jurídicas y sociales, con
las que el Estado afronta la lucha contra el delito, sin perjuicio de que ese
pretendido ideario pueda ser recordado por el jurista cuando se aproxima
a la ley para interpretarla y aplicarla.
Cuando se habla de política criminal del Estado se repite con frecuencia
que los estados actuales tienen condicionada su política criminal y legis-
lativa por los muchos convenios y tratados que firman y se comprometen
a cumplir. Pero eso es una verdad parcial y basta pensar, por ejemplo, en
cuántos estados han asumido teóricamente las reglas mínimas de las Na-
ciones Unidas sobre tratamiento a presos sin que en sus regímenes peni-
tenciarios eso se note en lo más mínimo. España, en teoría, tiene marcadas
bastantes veredas legislativas por su pertenencia a la Unión Europea, pero
ni en España ni en algunos otros estados de la
UE
parece tenerse siempre
una clara conciencia de que los compromisos han de cumplirse
2
y que eso
debe hacerse en un tiempo razonablemente breve, sin tampoco olvidar que
los estados de la
UE
preservan y conservan una buena parte de independen-
cia legislativa
3
a la que no están dispuestos a renunciar, y normalmente
eso no es por razones dignas de ser expuestas públicamente.
Es verdad que cada Estado tiene sus propios problemas, y no pueden
compararse las sociedades sólo porque pertenezcan a organizaciones su-
pranacionales comunes por muy regionales que sean, y basta comparar los
1
También sobre la obra de Von Liszt abundan lugares comunes que conviene revisar. De ello me ocupé
en G. Quintero Olivares, “Franz von Liszt y la ciencia penal española”, en
El nuevo Código Penal, pre-
supuestos y fundamentos
, libro homenaje a Angel Torío López, Comares, Granada, 1999.
2
Ciertamente no puede decirse que la pertenencia de España a la
UE
obligue a suscribir todos y cada
uno de los delitos del
CP
, porque eso no es verdad. Los compromisos supranacionales obligan a una
muy amplia relación de normas penales y procesales, y por supuesto determinan la configuración o la
obligación de inclusión de un cierto número de delitos, en todo caso muy importantes, por supuesto.
Pero no son “todos los delitos”. Cosa diferente es que muchos de los que
deberían estar
no estén.
3
Cualquier Estado de la
UE
conserva libertad legisladora para decisiones de gran importancia, como
aumentar o reducir el recurso al derecho penal, entendiendo que ese recurso se traduce en el número
total de conductas que se califican como delictivas, o potenciar la vía de otros derechos, especialmente
el administrativo sancionador. Lo mismo podría decirse del recurso a la prisión preventiva, y de la im-
plantación de penas diferentes de las privativas de libertad.
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problemas de la cuenca mediterránea con los de los países escandinavos
pertenecientes unos y otros a la
UE
. No es razonable pensar que pueden
ejecutar políticas criminales comunes en su totalidad, además de que en
todos los estados democráticos es obligatoria la periódica celebración de
elecciones, y eso, que es una conquista irrenunciable, parece agarrotar
la capacidad de decisión de los gobernantes, y de ese modo las ideas de
“conveniencia coyuntural” se imponen sobre cualquiera otra, y así no es
posible la
proyección a medio plazo de una política criminal.
I
.
II
. L
OS
BUENOS
PRINCIPIOS
TEÓRICOS
Y
EL
CRECIMIENTO
DEL
DERECHO
PENAL
La ciencia penal se siente confortada cuando cree, ingenuamente, que
algunos principios están decididamente consolidados y asumidos, como
pueden ser la proscripción del derecho penal de autor, de la culpabilidad
por el carácter o de la represión sin finalidad, como pueda ser la pena de
muerte o la cadena perpetua. Cree también el penalista que ideas como la
caracterización jurídica del derecho penal como derecho penal
del hecho y
de la culpabilidad e
stán tan enraizados como las bases históricas y religio-
sas de la cultura occidental y son tan intangibles como el sufragio univer-
sal. La explicación es sencilla y es también justa, pues hay una convicción
amplia apoyada en la experiencia según la cual esos principios no son
fruto del capricho, sino conquistas equiparables a los derechos del hombre,
y un sistema penal que no los respete estará inexorablemente pervertido. Y
con parecido énfasis al que se pone en la defensa de los principios
carac-
terizadores
, otro tanto se hace con los
limitadores o racionalizadores
, de la
índole de la claridad y taxatividad de las leyes, de no abusar del derecho
penal, y que la certeza o seguridad jurídica dominen en la interpretación
y aplicación de las leyes, pues sólo lo predecible —aunque no sólo por
eso— puede alcanzar la condición de justo.
4
Pero el crecimiento constante del derecho penal en nuestro tiempo no
es sólo
cuantitativo
, sino también
cualitativo
, de modo tal que tenemos
mayor cantidad de derecho penal y además un derecho penal diferente y
que pugna por alejarse de aquellos cuasi sagrados principios. El Código
Penal español de 1995 ha sido modificado 17 veces, sin incluir la reforma
que actualmente se encuentra en sede parlamentaria. Si interpretamos
la catarata de leyes como demostración de la inseguridad y defectos del
4
Sobre el significado de la “justicia” escribí en “El ideal de justicia en las sociedades democráticas”, en
Serta in memoriam Alexandri Baratta
, Ediciones de la Universidad de Salamanca, Salamanca, 2004.
50
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sistema, la impresión es realmente muy negativa. Pero conviene enfriar
el ánimo y ver las cosas de otro modo, y convenir en que
hay al menos
algunas causas razonables del aumento
del derecho penal de nuestros días,
sin que con ello demos por sentado que todo lo que se incorpora al sistema
penal, es imprescindible.
En primer lugar simplemente el cumplimiento de todas las obligacio-
nes comunitarias en materia penal, suscritas por España, explica un buen
número de las incorporaciones de figuras delictivas. Muchas ya han sido
incorporadas, pero muchas son también las que esperan entrar.
5
Por otra
parte, las necesidades de modificar el Código Penal no sólo proceden de los
convenios, decisiones-marco y directivas de la
UE
, pues a ellos deben aña-
dirse otras fuentes de generación de obligaciones igualmente importantes,
como es la implantación y aplicación de la orden europea de detención y
entrega, que se reguló para el derecho español, en la Ley 3/2003 de 14 de
marzo, la cual fue a su vez consecuencia de la Decisión Marco del Consejo
2002/584/JAI, de 13 de junio de 2002 relativa a la orden de detención
europea y a los procedimientos de entrega entre estados miembros. La
viabilidad de la orden pasa entre otras cosas por la esencial similitud de
significados a dar a la relación de delitos que se ha dado en denominar
“eurodelitos”,
6
exentos de verificación de la doble incriminación pero con
la mutua confianza de los estados en que se tratará de conductas muy
parecidas, lo cual no es sencillo de conseguir. Por otra parte, no hay que
olvidar que con otros estados no existe ese régimen especial sino el tra-
dicional de extradición, y por lo tanto también ahí es preciso facilitar la
verificación de la doble incriminación. Por último, aunque no es de im-
portancia, se han de incluir los compromisos nacidos en otros foros, como
por ejemplo son los derivados de la pertenencia a la
OCDE
, que producen
obligaciones específicas en materia de lucha contra la corrupción, o las
recomendaciones del
GAFI
(Grupo de Acción Financiera), organización in-
tergubernamental a la que España pertenece y que dicta orientaciones a
seguir en materia de lucha contra la corrupción.
Tenemos, pues, un dato que merece ser respetado: las leyes penales no
cambian solamente cuando lo decide el Parlamento español, sino en esas
5
En relación a las pendientes, Cfr. L. Villameriel, “Derecho penal: algunas reformas necesarias en la
actual legislatura”,
La Ley
, nº4, 2005.
6
Sobre este tema, Cfr. G. Quintero, “El euroarresto en la perspectiva europeista de unificación de la
justicia penal”, en
Estudios Penales en Homenaje al Prf. G. Rodríguez Mourullo
, Thomson-Civitas,
Madrid, 2005.
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ocasiones y también en aquellas en las que simplemente se da cumpli-
miento a decisiones supranacionales.
Cierto que tal vez eso no explica por sí solo el vertiginoso crecimiento
del derecho penal en los últimos años, pero si se repara en dos hechos
concretos se comprenderá que tampoco eso es casual:
Ha sido precisamente en los últimos años, y a partir concretamente del
Tratado de Ámsterdam de 1997 y del subsiguiente acuerdo de Tampere de
15 de octubre de 1999, cuando ha crecido la importancia del llamado Tercer
Pilar que exige potenciar efectivamente la cooperación policial y judicial en
materia penal, lo cual impone necesariamente la armonización o aproxima-
ción de las leyes estatales en materia penal,
7
y ésa es la causa del nacimiento
de diferentes decisiones-marco sobre un amplio elenco de problemas pena-
les, decisiones que empujan a la vez a legislar, si no hay ley, y a armonizar,
si la ley española es excesivamente distinta de las de los otros estados.
Un hecho concreto, el atentado de las torres gemelas, seguido de los no
menos horripilantes de Madrid y de Londres, ha llevado a que se hable, por
ejemplo, A. Beristáin, de la “universalidad e inhumanidad de este crimen, y
la necesidad lógica de crear sanciones nuevas, universales y humanitarias.
Consecuentemente, desde la política criminal modernizada, debemos ‘in-
ventar’ claves —hasta ahora inexistentes— que descifren y resuelvan el ac-
tual y futuro fenómeno criminal internacional.
..”
8
Y efectivamente, a raíz
de esos brutales ataques se han producido reformas legislativas que no se
han limitado a la definición de las formas de terrorismo, sino a temas co-
laterales, como son las intervenciones penales referentes a la financiación
(transferencias, apertura incontrolada de cuentas a no residentes, control
sobre uso de tarjetas, etc.).
Adelanto que con esa reflexión última sobre los movimientos de per-
sonas, no pretendo cargar al inmigrante la culpa de la visible escalada
de ciertos delitos, ni tampoco sostener que las medidas a tomar frente
a colectivos de difícil o imposible integración tengan que ser necesaria-
mente penales. Seguramente, antes de la justicia penal se ha de colocar la
aplicación eficaz de controles sobre entrada y permanencia en España y
los correspondientes procedimientos de expulsión, para evitar que sea el
sistema penal el regulador final de la inmigración. Pero lo cierto es que
la respuesta acaba siendo la expulsión como remedio válido para todas
7
De ello me ocupé en su momento en G. Quintero, “La unificación de la justicia penal en Europa”,
Revista Penal
, Especial, 1998.
8
A. Beristáin, “Una nueva justicia mundial”,
en revista
El Escéptico Digital
, nº 37, año 2001.
52
R E V I S T A D E L I N S T I T U T O D E C I E N C I A S J U R Í D I C A S
las formas de delincuencia “menor”, lo cual con el paso del tiempo se ha
mostrado como un
remedio mucho peor que la enfermedad
.
Pero el fruto peor de toda la evolución de las nuevas formas de crimi-
nalidad no es ése sino la enorme tarea que tiene el jurista para defender
que es posible una política criminal eficaz acorde con el respeto a los
derechos, principios y garantías propios de la cultura penal occidental.
Política criminal eficaz y preservación de nuestra cultura jurídica: eficacia
versus
dogma del hecho.
Los problemas de respuesta a la criminalidad “masiva” se plantean en
cuanto se discute sobre la viabilidad de defender en todo caso el derecho
penal garantista, sin dejarse presionar por los muchos partidarios del re-
greso a sistemas de peligrosidad incluso sin delito; y, en segundo lugar,
la determinación de la pena adecuada no al hecho concreto (por ejemplo,
un robo), sino a una personalidad criminal insoportable. Cuando se entra
en ese terreno sin duda que quien peor parada sale es la idea de “propor-
cionalidad”.
Se dice que la pena ha de ser proporcional al hecho, pero el hecho
no
es la infracción concreta, sino la dedicación habitual al delito como for-
ma de vida
. Las reacciones punitivas han de contemplar esa dimensión
total del problema, que se compone de hecho, habitualidad del infractor,
efecto “llamada” de cualquier clase de “benignidad”, y exigencia de las
víctimas potenciales de que se cree un clima de seguridad. En suma: todas
las repercusiones que tiene el hecho delictivo en los sujetos directamente
afectados, así como en el conjunto de la sociedad en la que se produce,
ha
de plasmarse en la especie y cantidad de respuesta penal.
Fácil es de ver que en nuestros tiempos se ciernen graves peligros so-
bre el
dogma del hecho
,
9
pues como vengo diciendo ha sido una especie
de lugar común de concordia en la ciencia penal y en la jurisprudencia
española el decir que nuestro derecho es un derecho penal del hecho y de
la culpabilidad, y que eso es lo único que admite un estado social y de-
mocrático de derecho. Falta por ver si se podrán resistir mucho tiempo las
presiones en contra, porque por una parte se dice que
cualquier actuación
que quiera partir no sólo del hecho, sino del conjunto de las actividades
9
Como sabemos, con esa expresión se quiere decir, en sencillas palabras, que nadie puede ser juzgado
y condenado más que por la comisión de un hecho concreto y situado en el tiempo, y que sólo se le
puede reprochar ese hecho y ninguna otra dimensión de su vida, pues eso sería contrario al respeto a
la dignidad humana y a la seguridad jurídica. A ese carácter del derecho penal democrático se añade
que la pena ha de ser proporcional al hecho.
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de un individuo y lo que otros muchos como él generan en la sociedad,
ha de ser incompatible con las ideas intocables; pero a la vez se exigen
respuestas contundentes que no se paren en barras de garantías.
El respeto al principio de responsabilidad por el hecho ha sido lo bas-
tante fuerte como para que en su nombre se haya puesto en tela de juicio la
existencia misma de la agravante de reincidencia y por supuesto cualquier
mención a la habitualidad, que tiene resonancias de “positivismo natu-
ralista”, porque en la valoración del hecho delictivo concreto toman en
cuenta elementos externos al mismo, como son los antecedentes del sujeto.
Esa
crítica
,
que se resume en una misma objeción: que a los reincidentes
y a los habituales se les castiga por algo más que la comisión de un hecho
concreto, ha sido ya rebatida con unos argumentos que intentan compa-
tibilizar ciertas respuestas penales a la “personalidad” con el
contenido y
límites del principio de responsabilidad por el hecho.
El principio de proporcionalidad de la pena con la gravedad del hecho
se considera respetado en la medida en que la reincidencia no comporta la
modificación del marco penal, es decir, del límite mínimo y máximo esta-
blecido para cada tipo de delito dentro del cual se fija la pena en función
de las peculiaridades del hecho concretamente cometido. Por lo que se
refiere a la habitualidad, el debate ha girado en torno a si lo que se san-
cionaba era la reiteración de conductas delictivas, y por lo tanto hechos,
o de lo contrario se perseguía un modo de vida criminal más propio del
derecho penal de autor.
En la actualidad ha perdido vigencia la discusión acerca de si el funda-
mento de una sanción puede situarse en un rasgo caracterológico o en el
modo de vida, pues en principio eso se descarta de raíz.
10
De todos modos
y sin ánimo de reabrir la antigua polémica, no podemos ignorar que la
realidad criminológica que está en la base de la delincuencia insidiosa y
masiva es constituida por lo general, o como mínimo en los casos más
preocupantes
, por profesionales del delito que se caracterizan no sólo por
vivir del mismo, es decir por obtener los recursos vitales del objeto del de-
lito, sino por organizar su existencia en función del mismo
.
En otras palabras, el problema actual no radica sólo en que existen
sujetos que cometen delitos para enriquecerse con el fruto de los mismos,
10
Decimos teóricamente, pues el propio
CP
(art. 66-1º, p.e.) alude a las “circunstancias personales” como
criterio a tener en cuenta en la determinación de la pena, y en el art. 90 se refiere a la prognosis de rein-
serción social. De ello, y del régimen general de las medidas de seguridad, se deriva que no es posible
sostener que la personalidad de cada sujeto carezca de trascendencia para su tratamiento penal.
54
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sino en que éstos para sobrevivir además contribuyen a la existencia de
bolsas de marginalidad en las que quienes allí crecen o viven obtienen del
grupo prácticamente todo lo que necesitan, desde ayuda para encontrar
una vivienda a pesar de no tener ingresos justificables, hasta instrumentos
y técnicas para la comisión del delito del que subsistirá toda la familia
—y en especial los delitos contra el patrimonio y el tráfico de drogas— así
como la colaboración para evitar la justicia, que puede ir del encubri-
miento hasta ayuda legal en caso de inicio de proceso judicial. Todo ello
da una imagen de la actual criminalidad “urbana” que se caracteriza por
la dedicación profesional a la comisión, colaboración o encubrimiento del
crimen como medio de vida de algunos individuos o de una comunidad
entera. En otras palabras, lo que actualmente ha de preocupar no es el
delito ocasional de quien por las circunstancias que sean comete un delito
esporádico, sino la existencia de profesionales del crimen que se sirven de
la colaboración de las bandas —que ofrecen recursos humanos, instrumen-
tos o técnicas— para cometerlo o conseguir su impunidad.
Por ello, si bien no tiene sentido volver a la discusión acerca de la
existencia y necesidad de represión de personalidades criminales, los pro-
blemas que se plantean en la actualidad justifican una reflexión acerca de
la posibilidad de
persecución del profesional del crimen, no por la persona-
lidad que desarrolla en su medio social, sino por la comisión de los hechos
delictivos a los que dedica su vida y que el derecho penal del hecho permite
considerar como un todo susceptible de valoración unitaria
.
El principio de responsabilidad por el hecho cometido y en la medida
de la gravedad del mismo, permite tomar en consideración todos los ex-
tremos del fenómeno que nos ocupa: la habitualidad o profesionalidad y
hasta especialización en la comisión del delito, puesto que hasta aquí sólo
hablamos de hechos, que sumados resultan especialmente graves. Otra
cosa es la medida de la sanción que se proponga.
Descartada, pues, esta posibilidad de elevar la pena por el concreto he-
cho cometido más allá del límite máximo previsto de modo genérico para
cada clase de delito, queda por considerar la pena aplicable a una serie de
delitos, es decir ante la existencia de la habitualidad, cuya presencia no
ha de depender de los muchos delitos cometidos por un mismo sujeto se
juzguen en el mismo diferente proceso. Lo único que creo que debe descar-
tarse de raíz es la posibilidad de actuar penalmente sobre sujetos que
viven
en situación peligrosa pero no han sido detenidos por razón de delito
.
Queda otro aspecto importante en este tema: una característica de esta
55
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criminalidad es la frecuente integración en grupos que trabajan de modo
conjunto, con reparto de tareas. Los trabajos de otear posibles víctimas y
avisar, la acción de apoderamiento, el pase del objeto a otro para que huya
con lo robado, etc., expresan un mínimo de organización, sin entrar en la
posible continuidad con la venta posterior de lo robado o su transforma-
ción (p.e., la falsificación de tarjetas de crédito).
11
En las situaciones que
estudiamos la respuesta penal no puede discurrir por la asociación ilícita,
por razones de “naturaleza constitucional” de esta figura, y tampoco sería
buena la vía de la conspiración, pues ésta sólo es punible en los casos en
los que la ley lo diga expresamente, y eso lo hace el art. 269 del Código
Penal, pero únicamente en relación con la conspiración para cometer ro-
bos. Eso supone que la prueba de las finalidades delictivas de un grupo, lo
cual ya es de por sí difícil, se hacen aún más complejas cuando además se
trata de un delito o delitos específicos, como es el robo. No es un camino
imposible, por lo tanto, pero sí encierra dificultades graves, y su eficacia
sería harto discutible.
Posiblemente, por ello, será también preciso describir
delitos situacio-
nales,
usando la vieja terminología de Manzini, y ahí entrarán las perte-
nencias a bandas objetivamente
preparadas para delinquir
. Pero el paso
más duro se dará si se extiende la represión penal a los grupos
subjetiva-
mente preparados para delinquir,
vía por la que podría entrar, incluso, la
pertenencia a las llamadas bandas o tribus urbanas por una simple prog-
nosis, apoyada en la experiencia, de tendencia a la comisión de delitos. En
suma:
estamos rondando terrenos muy resbaladizos y la consecuencia será
siempre en contra del derecho penal garantista
.
I
.
III
. L
A
POSIBLE
DIVERSIFICACIÓN
DE
LAS
RESPUESTAS
PENALES
Cierto que aún no hemos llegado a recuperar la represión penal sobre la
pura peligrosidad sin delito o sin delito concretamente vinculable a la
reacción represiva, pero creo que es cuestión de tiempo que eso suceda si
persisten los problemas atribuidos a esa clase de bandas y organizaciones,
al igual que a la masa de sujetos sin medios conocidos de vida, y de los
cuales la ciudadanía da por supuesto que viven del pequeño o gran delito
11
Hubo un tiempo en el que en el derecho penal español se consideró asociación ilícita la asociación
transitoria para cometer el delito de robo. Esa posibilidad legal se suprimió hace años, en el entendi-
miento de que no tenía razón de ser político-criminal la agravación de la pena por el sólo hecho de
actuar en grupo, y que además eso solamente tuviera trascendencia en el robo y no en otros delitos.
56
R E V I S T A D E L I N S T I T U T O D E C I E N C I A S J U R Í D I C A S
(y seguramente es verdad). La reacción será inevitable, y basta con oír las
cosas que se dicen en foros ciudadanos teóricamente espontáneos y no
manipulados.
Un siglo después de que desapareciera su prioridad ideoló-
gica parece regresar triunfante el más rancio positivismo naturalista
,
aun-
que hoy no se reviste de esa pretendida fundamentación “científica”, sino
encuentra sustento en ideologías edificadas para explicar jurídicamente
lo lógico que es vaciar de contenido garantista al derecho penal para así
acercarse a la realidad social.
Se insertaría aquí el espinoso debate sobre la existencia o conveniencia
de un derecho penal “de doble vía”. Como es sabido, algunos opinan que
la diversidad de los conflictos, problemas o agresiones que debe sofocar o
resolver el derecho penal no pueden ser afrontados con un sistema idéntico
para todos los casos. La idea de que la pena, su fundamento y función y su
ejecución, juegan del mismo modo para cualquier clase de delitos, habrá
de descartarse, según ese modo de pensar. Lo cierto es que ese discurso
, en
cuanto a que es forzoso diferenciar la respuesta penal de acuerdo con la
naturaleza del delito cometido
es admisible, pero
no descubre nada que no
se haya dicho antes
.
Nadie defenderá que constituyen el mismo problema
penal el atracador profesional, el violador contumaz, el traficante de seres
humanos, el delincuente financiero o el conductor temerario que causa
muertes. Que el derecho penal del futuro habrá de procurar
descripciones
típicas y respuestas punitivas en función de cada grupo de delitos
es algo
fácil de comprender, y no es sino una consecuencia de que no existe una
sola política criminal, sino una para cada grupo de problemas.
Pero eso no es lo mismo que defender la conveniencia de
diferentes
derechos penales, diferentes en sus fundamentos y en el modelo de pro-
ceso penal
,
rebajando garantías materiales y procesales, no sólo según
cuál haya sido el delito cometido, sino también en función de la clase de
delincuente.
I
.
IV
. L
A
IRRUPCIÓN
DE
LAS
VÍCTIMAS
EN
LA
FORMULACIÓN
DE
LA
POLÍTICA
CRIMINAL
No es imaginable hoy una evolución del derecho penal olvidando a las víc-
timas (como tampoco puede evolucionar la victimología despreciando al
sistema punitivo, como a veces parecen pretender ciertos “victimólogos”).
La atención a la víctima puede afectar a la pena en dos modos contradicto-
rios entre sí: rechazándola a favor de otras respuestas que contemplen más
57
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el interés de la víctima, o, al contrario, exigiendo su imposición aunque
pueda ser cuestionada desde la óptica de la necesidad político-criminal.
Para explicar las razones que han llevado a relativizar la inexorabilidad
de la respuesta punitiva y a defender la conveniencia de que entren en
juego otras soluciones, se ha dicho que es obligado asumir la aparición
en el equilibrio social de un sujeto (el agresor) al que se le puede castigar,
pero sin olvidar que la experiencia del fracaso de la prisión empuja a bus-
car la posible eficacia de otras respuestas. En esa situación emergen una o
más personas (las víctimas) que han sufrido un perjuicio en sus intereses
o derechos y que esperan respuesta del Estado; esas personas no se sien-
ten compensadas por la imposición de la pena pública, que por su propio
sentido es incapaz de neutralizar el daño producido por el delito, y que
además está abocada al fracaso, de acuerdo con la experiencia.
Se añade a renglón seguido que el deber del Estado de responder pe-
nalmente ante los delitos, para así dotar de eficacia al sistema creado en
previsión o en intento de evitar esos delitos, es un deber que se une al de
dar protección y ayuda a los perjudicados, y no sólo por la vía de la re-
paración del mal, sino atrayendo su presencia a la definición misma de la
política criminal y a la construcción del sistema.
En esa tensión ha de revisarse la fuerza o mejor
la significación actual
del principio
nullum crime sine poena
.
El Estado, si no es posible satisfa-
cer a la vez todos los intereses en juego, deberá optar entre el castigo del
delito en nombre del interés de todos, o la preferente atención a lo que
más convenga a la víctima de ese delito, que puede ser otra cosa, que vaya
desde el fomento de la reparación como vía de renuncia a la pena hasta
condicionar la propia sentencia penal y su ejecución a la posición de la
víctima sobre ella.
II
. E
L
DERECHO
PENAL
II
.
I
. L
A
PERMEABILIDAD
DE
LA
TEORÍA
DEL
DELITO
Califico de permeable a la teoría del delito porque parece que lo puede absor-
ber todo en su seno, incluyendo las ideas que más se alejan precisamente del
garantismo que alumbró en su tiempo la formulación de esa misma teoría.
Tiempo hubo en los que la teoría del delito se componía de elementos
fijos cuyo contenido era cuasi inmutable. Por eso en su momento pareció
“revolucionaria” la reformulación de la teoría del delito a partir del fina-
lismo, que por supuesto no era solamente una doctrina
sobre el sistema
,
58
R E V I S T A D E L I N S T I T U T O D E C I E N C I A S J U R Í D I C A S
sino un cambio de sistema generado por un cambio de punto de partida
metodológico: el delito como
acción
,
antes que como
hecho
,
la intangibi-
lidad de la supuesta naturaleza de las cosas, etcétera, etc.
Pero no voy a entrar ahora en exponer la evolución de la doctrina
finalista desde Welzel hasta hoy, las críticas que en su momento recibió e
incluso la virtualidad que tiene esa idea de “respeto a la naturaleza de las
cosas” para que se pueda construir desde ella una propuesta penal tan ex-
tremadamente reaccionaria como la de Jakobs —discípulo de Welzel— sin
entrar en la pobreza intelectual de su discurso. Prefiero centrarme en la
teoría del delito y en su evolución, que ha llevado a una situación en la
que los elementos mencionados al principio se mantengan sólo aproxi-
madamente; hay quien no reconoce el elemento “culpabilidad” y prefiere
hablar sólo de imputación subjetiva, pero lo más relevante es que el
con-
tenido o significado de cada elemento recibe una muy diversa explicación
.
En resumen: la definición técnica del delito es más o menos constante en
las
etiquetas, pero no en lo que cada una de ellas significa
.
Es por eso por lo que resulta absurdo hablar de la teoría del delito
como si estuviéramos ante una institución del derecho
completa y aca-
bada
,
como pudiera ser la teoría del negocio jurídico,
12
sino, y a pesar
de los buenos deseos de sus precursores, sólo ante un modo de entender
cómo debe configurarse la infracción penal si se quiere ser
coherente con
el estado de derecho y su promesa de igualdad
.
Si se abandona esa preten-
sión todo puede desmoronarse, y eso es lo que sucede cuando se acepta la
procedencia de diferentes subsistemas técnico-jurídicos dependiendo de la
clase de criminalidad de que se trate (terrorismo, narcotráfico, habitual o
profesional sexual, familiar, económico, etc.). Criterios jurídicos diferentes
no consienten la pretensión de una sola teoría del delito.
La doctrina penal, pese a eso, sigue luchando, reclamando que se respe-
ten principios que son realmente imprescindibles, como el de ofensividad
o lesividad, entendido como verificación de la presencia real y efectiva de
antijuricidad material en el hecho sin que eso se pueda suplir por presun-
ciones. Pero basta con acercarse a muchas reformas legales, en especial
las que promueven la creación de delitos de peligro, para comprobar que
la importancia del principio de ofensividad no es compartida ni por legis-
ladores ni por juzgadores.
12
Cuando digo “acabada” no quiero decir “petrificada”. En la concepción de lo que es el negocio jurí-
dico también hay corrientes de pensamiento (voluntarismo, objetivismo), pero eso no afecta a que su
función central en el pensamiento iusprivatista esté fuera de duda.
59
I U S
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V E R A N O
2 0 0 7
II
.
II
. ¿D
ERECHO
PENAL
DE
LA
CULPABILIDAD
?
Los avatares de la teoría delito no se limitan a eso. Si se piensa en que el
nuestro pretende ser considerado como
derecho penal de la culpabilidad y
del hecho
,
lógico será que se suponga que la institución de la culpabilidad
ha de tener un papel central.
Pero sería negar la evidencia sostener que en la mayor parte de los
sistemas penales europeos occidentales la institución de la culpabilidad ha
ido perdiendo contenido propio, reduciéndola a una presunción de libre
elección del delito que se supone alcanza a todo aquel que no padezca una
alteración intelectual concreta y precisa. En modo alguno la culpabilidad
es objeto del debate procesal, y conste que no pretendo sostener el absurdo
de que lo justo sería no darla por supuesta y tener que demostrarla en cada
caso y para cada sujeto. Nada más lejos de mi opinión y de la de cualquie-
ra, pues eso, que podría ser hermoso en el plano de los juicios morales,
conduciría al derecho penal a la inoperancia más absoluta.
Admitido que respecto del
no imputable se ha de operar con la idea de
partida de que se trata de un sujeto culpable
,
habría que evitar llegar al ex-
tremo de que se afirmara como verdad indubitada la culpabilidad de todo
aquel que no sea un enfermo mental o haya actuado en estado de plena
pérdida de la conciencia; y ése es el modo en que todas las direcciones
autoritarias quisieran zanjar el tema de la culpabilidad.
13
Pero lo cierto es que debemos continuar exigiendo que la valoración
de la culpabilidad sea el espacio adecuado para confrontar el derecho y la
realidad circunstancial y humana del hombre a quien se juzga, sea para
absolverlo o sea para medir y decidir la clase de reacción penal que puede
ser razonable, aunque eso (la decisión punitiva) haya de ser también una
decisión inspirada en criterios político-criminales.
Hay otra visión más pesimista, y sin duda que sobrada de razón: la cul-
pabilidad
es también una institución integrada en el poder de castigar del
Estado
.
Así se entiende que en nombre de la culpabilidad (desde la primera
concepción “normativa”)
14
se imponen ideas que sin duda responden a
una
13
Sobre ello, Cfr. Guillermo Portilla, “El derecho penal y procesal del ‘enemigo’”.
..
14
En relación con este tema se ha puesto de manifiesto que la progresiva ampliación del derecho
penal
fue en buena parte la que obligó a abandonar la vieja concepción psicológica de la culpabilidad, que,
dejando de lado otros aspectos dogmáticos, sólo podía satisfacer las exigencias de un derecho penal
mucho más restringido. La concepción normativa sirvió así para proporcionar una cobertura personali-
zadora a un derecho penal en continua expansión. Sobre este tema son de sumo interés los estudios de
M. Donini,
Illecito e colpevolezza nell’imputazione del reato
,
Giuffré, Milano, 1991, y del mismo autor
60
R E V I S T A D E L I N S T I T U T O D E C I E N C I A S J U R Í D I C A S
voluntad de homogeneizar al cuerpo social
.
El respeto por las diferencias,
las subculturas, las discrepancias, es meramente retórico, pues por la vía
del “mínimo criterio comparativo” se establece por el derecho una forzada
concordia o consenso sobre ideas y valores que, en opinión de los críticos
más agudos, son sólo las ideas y los valores de las mayorías. Es sin duda
difícil asumir que la institución de la culpabilidad, lejos de su teórica fun-
ción, sirve ante todo para imponer una artificiosa igualdad de condiciones
y de posiciones ante el derecho. Eso no es
en sí mismo
ni bueno ni malo,
pues el derecho penal a la postre no deja de ser una proposición de reglas
mínimas iguales que se espera cumplan individuos que por su propia na-
turaleza son diferentes entre sí pero deben convivir. El problema comienza
de verdad cuando el sistema no permite conceder relevancia alguna a esa
diferencia y, por el contrario, conduce a imponer siempre, y a todos, la
misma reacción punitiva sea cual sea la situación personal. Por eso mis-
mo, incluso en la dominante concepción normativa de la culpabilidad, es
imprescindible la valoración de lo que ha sido la vida del individuo al que
se juzga, para comprender sus capacidades y limitaciones. La circunstancia
eximente de alteración de la percepción y falta de conciencia de la reali-
dad, y es un ejemplo, no es comprensible sin contemplar la vida entera de
aquella persona, y como esa circunstancia cualquiera otra norma o espacio
legal que exija una indagación en la personalidad del sujeto.
Es una obviedad, aunque no se explicite, que en la configuración jurídi-
ca de la culpabilidad
en realidad no hay espacio alguno para la discrepan-
cia y la diferencia
. No entender o incluso despreciar las leyes, no sentirse
motivado por ellas, carece de significación pues concedérsela equivaldría
a poner en cuestión la función del sistema penal, que si es aplicado demo-
cráticamente goza de plena legitimidad. Si, por lo tanto, no puede servir
de nada la
diferencia por discrepancia
no hace falta alguna afirmar que
gracias a la culpabilidad se valoraran las circunstancias personales de cada
sujeto; es más, ni siquiera es posible sostener que se contempla igual a
todos los individuos que se sientan ante los tribunales penales, y cada vez
influyen con más fuerza las imágenes de habitualidad y profesionalidad
en el delito.
Pero de la culpabilidad deduciremos en todo caso una misión positiva
e irreemplazable:
la necesidad de cerrar el paso a la responsabilidad obje-
tiva y al uso y abuso del recurso a presunciones para poder establecer la
también “Il principio di colpevolezza”, en AAVV,
Introduzione al sistema penale
, editado por Insolera,
Mazzacuva, Pavarini, Zanotti, vol.
I
, 2ª ed., Giappichelli, Bologna, 2000, pp. 200ss.
61
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imputación de los hechos delictivos
.
Eso se ha de plasmar en otras zonas
de la teoría del delito, por supuesto, pero encuentra su razón absoluta de
ser en esa garantía de culpabilidad.
II
.
III
. N
ECESIDAD
Y
LIMITACIONES
DE
LA
DOGMÁTICA
:
DOLO
E
IMPUTACIÓN
OBJETIVA
Nadie puede poner en duda que los hipercultivadores de la dogmática ju-
rídico-penal desean sinceramente encontrar la mejor manera de aplicar el
derecho positivo y con ello, también, alcanzar la interpretación más justa
de cada norma. Pero aun concediendo esa presunción de buena voluntad
a esos juristas, hay algunos aspectos de su tarea que deben ser tenidos en
cuenta, por lo que se inician en el estudio profundo del derecho penal:
a) La construcción dogmática sólo es aceptable mientras no se aleje de
la norma sobre la que pretende construirse. En ocasiones ciertas afirmacio-
nes dogmáticas tienen el aroma de puro iusnaturalismo que se quiere em-
butir en alguna fase de la interpretación
porque así lo desea el intérprete
.
b) Lo que se diga de la dogmática puede afirmarse también de la juris-
prudencia, con el problema añadido de que ésta intenta y con frecuencia
consigue transformarse en norma, aunque sea en detrimento de la norma
misma.
La interpretación dogmática no es una
norma
.
Por lo tanto, si la con-
clusión correcta dogmáticamente nos parece que lleva a una conclusión
injusta, deberemos recuperar el discurso desde su inicio y analizar si el
principio de legalidad nos permite otra interpretación. En temas como, por
ejemplo, la inminencia de la agresión en la legítima defensa (el asaltante
armado estaba ante la puerta de la casa) o la atribución de la muerte de una
persona a la actuación de otra (robó el hígado que urgentemente se llevaba
para un trasplante) las afirmaciones que pueden hacerse
dogmáticamente
serán diferentes y se alejarán tal vez de la percepción ciudadana sobre la
respuesta justa. Si de verdad se considera que es
aún más justo lo que es
dogmáticamente correcto
,
bueno será explicarlo de modo convincente.
Tengamos pues, una
actitud prudente ante la dogmática,
método sin
duda imprescindible en nuestra cultura jurídica. Y digo en nuestra cultura
porque la actitud del dogmático germano, italiano o español es
incompren-
sible
tanto para el pragmatismo anglosajón o el racionalismo francés. Ni
unos ni otros de estos últimos, pueden concebir o aceptar construcciones
como la omisión impropia o la autoría mediata, y no por ello hemos de
62
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suponer que los demás son buenos o malos salvajes aún no visitados por
el misionero dogmático.
Muchos son los temas de la llamada dogmática que merecen la atención
de los que se inician en los temas penales a fin de no caer ni en magnifica-
ciones ni en prefiguraciones de los problemas que luego no hayan de so-
portar el choque con la realidad. Cuando hablo de esa atención o de interés
no quiero sugerir un desprecio para la dogmática penal, que en todo caso
es un
instrumento imprescindible para el conocimiento técnico del derecho
positivo,
sino tan sólo recordar dos ideas centrales: que la dogmática penal
no es
el derecho penal
,
y que las “soluciones” dogmáticas no son
dogmas
de fe
, pero no porque haya que despreciarlas a favor de “soluciones justas”
aunque dobleguen la legalidad, sino porque las soluciones dogmáticas no
son tampoco
únicas e indiscutibles
.
La tesis que dogmáticamente se crea
acertada ha de ser sometida al control de contraste con las consecuencias,
y sólo entonces se podrá constatar si supone un real perfeccionamiento
del derecho.
La relación de temas que han ocupado el centro de interés es muy
amplia; pero para ceñirnos sólo a los que en su momento dominaron el
panorama en España, podríamos citar la irrupción del sistema finalista en
los años sesenta, con viso de revolución completa, o, yendo a instituciones
concretas, la omisión impropia o la imputación objetiva o la determina-
ción de la autoría por el dominio del hecho. Han pasado casi cuarenta años
y del sistema finalista queda como aportación otra manera de formular la
teoría del delito e incluso un cierto lenguaje (injusto, personal, desvalor
de acción o de resultado, dolo neutro, etc.) por demás prescindible, pero
relegando al carácter de opinión “sectorial” y no dominante su muro de
carga central (la acción finalista y la concepción del delito
como acción
),
sin perjuicio de que algún penalista de filiación originariamente finalista
haya degenerado a apóstol de las ideas más reaccionarias, y encima en-
cuentre nutridos grupos de seguidores.
La atención prestada al tema de la omisión impropia es comprensible
si se atiende a la dificultad misma del tema y a la novedosidad de su pre-
sencia en el Código Penal español desde 1995 (prescindiendo de que la
fórmula sea desafortunada), pero resulta claramente desproporcionada si
se recuerda el limitado número de delitos en que se plantea tradicional-
mente (homicidio o lesiones, aunque en tiempos recientes se busca en ella
una solución para los problemas de las decisiones en órganos colectivos de
empresas). La omisión impropia ha llenado miles de páginas, mientras que
63
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el número de casos vistos ante los tribunales en los que se ha planteado
un problema de esa clase es muy reducido, sin entrar en las razones para
que sea así, pues a veces tipificaciones expresas del legislador, como por
ejemplo las de prevaricación urbanística que alcanza a los concejales que
no hubieran impedido con su voto
la concesión de una licencia injusta, o
porque una gran cantidad de casos se desplazan a la negligencia punible
a causa de las dificultades de prueba de los componentes subjetivos de las
conductas.
Por esa razón no puede extrañarnos que fuera de los muros universita-
rios a veces se contemple con escepticismo nuestro trabajo, pues obligado
es reconocer que en relación con los temas dogmáticos hay una gran di-
ferencia entre el volumen de atención que suscita entre los estudiosos de
un tema y
el impacto práctico que el tema tiene
.
Desde ese modo de pensar, y sin demérito del interés del tema, se ha
de comprender la elección del tema de la imputación objetiva. Es sin duda
alguna un tema penal que en las últimas décadas ha ocupado muchas
páginas entre los más interesados por la dogmática penal. Imputación
objetiva, subjetiva, moral, causal, colectiva, son conceptos que se suceden
o reúnen en todas las aproximaciones al derecho penal de nuestro tiempo,
y la importancia que se les otorga se explica esencialmente por la convic-
ción, casi nunca expresada, de que el derecho penal en su consideración
tradicional, por más que éste se esfuerce por adaptarse a los cambios,
es incapaz de adaptarse a realidades sociales y humanas que demandan
intervención sancionadora, pero que no pueden encajarse en los severos
parámetros del principio de legalidad.
Estamos al principio de los años setenta del pasado siglo, y estamos en
el ámbito de la dogmática de signo germánico, sin duda la más importante
para muchos. La teoría de la imputación objetiva, auspiciada en esos mo-
mentos por Roxin, se presenta como una de las grandes vías de salto desde
el positivismo formal a un derecho penal más acorde con la idea de que lo
regulado son
comportamientos humanos en toda su riqueza
,
y por lo tanto
tan estrecho resulta tratar a las acciones humanas como motores causales,
cuanto dar por sentado que son actos necesariamente orientados a un fin.
Por la vía del estrecho
causalismo
es difícil no imputar a una persona los
resultados causados aunque sean
imprevisibles
.
Desde el finalismo (iusna-
turalista en su origen) lo importante será la meta perseguida, quedando
en un segundo plano el significado objetivo de la acción misma, y por eso
para un finalista “puro” ha de ser igualmente tratada la tentativa idónea
64
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y la inidónea y, casi, la tentativa y el delito consumado, pues, a la postre,
desde el punto de vista de la acción injusta lo intentado y lo consumado
son una misma cosa.
La entrada en la ciencia penal moderna del concepto de imputación
objetiva no es tan antigua, pero en España ha alcanzado con facilidad la
categoría de
concepto indiscutible
.
En su momento la imputación objetiva
significaba no una “evolución” en la teoría de la causalidad, como lo fue
la entrada del concepto de causalidad
adecuada
,
que a la postre era una
solución mixta, sino el paso completo a los
conceptos normativos en la
fundamentación de la responsabilidad
,
superando el rígido marco de lo
físico-causal. En su lugar lo que se sitúa es la acción humana que es capaz
en sí misma
de generar de acuerdo con la experiencia un peligro injusto
para el bien jurídico tutelado. Por esa vía se dio un impulso muy impor-
tante a la dogmática del delito imprudente (ya no volvería a decir que la
única diferencia con el delito doloso reside en lo subjetivo).
Los orígenes de esta pequeña historia han de situarse en la insatis-
facción que producían en la ciencia penal alemana las explicaciones que
se daban tanto desde el casualismo como del finalismo para excluir de
la responsabilidad penal por los resultados imprevisibles. Se recuperaba
entonces una antigua tesis de Radbruch que enlazaba con la tradición ci-
vilista de la fuerza mayor, de acuerdo con lo cual lo imprevisible no podía
soportar las calificaciones de justo o de injusto, porque no eran expresión
de una
conducta humana
que era lo único merecedor de valoración. Aun-
que pudiera parecer que se trataba de actos típicos esa clase de sucesos no
podían ser, para la filosofía jurídica valorativa, ni típicos ni antijurídicos,
pues el legislador no había querido castigar procesos causales sino expre-
siones de la voluntad del hombre.
En la misma línea se fueron desarrollando ideas que diferían del con-
cepto finalista de acción, colocando en su lugar un concepto que tuviera
precisamente esa condición de conducta humana cargada exteriormente
de un sentido malo o bueno para los demás ciudadanos, y así se desarro-
llaría el concepto
social de acción
, en el que podía tener fácil acogida la
idea antes indicada, que sería definitivamente desarrollada por Roxin,
15
a
través de cuya obra se difundiría la doctrina de la imputación objetiva.
Es patente pues, que en un principio sólo se pretendía ofrecer una ex-
15
Una primera exposición la hace Roxin en su artículo “Gedanken zur Problematik der Zurechnung
im Strafrecht”,
Festschrift für R. Honig
, Göttingen, 1970, en el que precisamente atribuye al autor
homenajeado (Honig) la paternidad de la teoría.
65
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plicación sólida para rechazar la imputación de resultados causalmente
generados pero no previsibles. Para Roxin, el impulsor de la teoría, el
resultado sería penalmente atribuible a una persona si ésta con su acción
había creado un riesgo penalmente relevante, por injusto o no permitido, si
luego ese peligro había cristalizado precisamente en aquella clase y forma
de resultado y, por último, eso era de capital importancia para la teoría
del delito imprudente, el resultado era de aquellos que de acuerdo con su
“finalidad” quería evitar la norma transgredida.
A poco que se repare en la formulación expuesta se notará con facilidad
que la teoría de la imputación objetiva resultaba de gran utilidad para la
configuración de una sólida dogmática del delito imprudente. Pero pronto
aparecieron en España los que se mostraban escépticos acerca de sus virtu-
des para el delito
doloso
.
Se decía, en síntesis, que poco o nada era lo que
aportaba la teoría al delito doloso, pues en éste lo único determinante es lo
que el autor haya podido prever y querer como elementos del dolo. Mas esa
opinión olvida que gracias a ella se avanzó hacia la hoy dominante teoría
de la probabilidad en el dolo eventual, gracias a la cual el que el sujeto
“consienta o no consienta” en la producción de un resultado representable
como
consecuencia normal de su acción
constituye un aspecto subjetivo
indiferente para el derecho
,
siempre y cuando no se llegue al absurdo de
que esa definición de dolo eventual ha de ser válida para todas las modali-
dades de dolo, minusvalorando el elemento volitivo, y la necesidad de que
en el proceso penal se discuta sobre lo que el acusado
quería
.
Otro aspecto del tema que merece atención es la importancia que
gracias a su impulso se habría de dar a la
contribución de la víctima
a la
producción del resultado. Lo realizado por el autor puede ser insuficiente
para imputarle la totalidad de lo sucedido. Pensemos, y es un ejemplo, en
lo que eso significa en delitos como el de estafa: la insólita e incompren-
sible credulidad o la codicia irreflexiva de la víctima pueden explicar el
resultado en mayor medida que la contribución del autor, al cual no se lo
podrá
imputar como previsible
.
Sobre ello volveré.
A fin de serenar el pretendido carácter revolucionario de la teoría,
también puede entenderse que las antiguas teorías sobre la relación de
causalidad fueron relativamente abandonadas a partir de la extensión del
criterio de la causalidad
adecuada
,
que como todos saben ya no era un
criterio causal puro, sino causal-normativo. La teoría de la imputación
objetiva será la continuación de las de la adecuación, en cuanto que se
trata ya de un criterio plenamente
normativo
,
en el que lo físico-causal
66
R E V I S T A D E L I N S T I T U T O D E C I E N C I A S J U R Í D I C A S
ocupa un lugar subordinado y no determinante. Las ideas de creación de
un riesgo no permitido o, en su avance, producción de un resultado que
sea la plasmación del riesgo creado, son indudablemente útiles para evitar
la impunidad de gravísimas conductas
dolosas y culposas
que eludían el
castigo refugiándose en la selva de los cursos causales complejos. Aunque
sólo fuera por eso, considerando el significado que tiene para un enten-
dimiento humanístico
16
de lo que han de ser las conductas que merecen
la calificación de criminales, el criterio de imputación objetiva merece
aplauso; mas no dejemos que se saquen las cosas de quicio.
Bien es cierto que el tema de la imputación objetiva preocupa sobrema-
nera en Alemania, algo menos en España y muy poco en Italia.
17
Tal vez
sea porque para muchos no es más que una manera de sustituir el principio
de adecuación social, de estirpe finalista.
18
También es cierto que el desa-
rrollo del estudio de esta cuestión ha aportado muy desiguales frutos según
se trate del delito culposo o del delito doloso, y en este punto son muchos
los que estiman que la trascendencia del concepto de imputación objetiva
es reducible a unos muy pocos casos.
19
Pero lo que ahora importa no es
saber si es un concepto útil y necesario
en la explicación de lo que o ha
de ser una conducta punible
, sino si su trascendencia es tal que merece ser
llevado a la clave de bóveda de la construcción del derecho penal, siempre,
por supuesto, celebrando que un
sano normativismo
lleve a limitar la tras-
cendencia de lo
causal y de lo final
.
El derecho penal pretende incidir en la
realidad de la conducta humana que es acto de uno o muchos individuos
con un determinado sentido para los demás ciudadanos.
El problema del derecho penal es siempre otro: razonar quién ha de
responder por los hechos injustos sin olvidar que la acusación no puede
violar las garantías que asisten a todo ciudadano, destacando el derecho
a la certeza o seguridad jurídica y la promesa de respeto a la
personalidad
de la responsabilidad
(nadie responderá por actos de otros). Mas con eso
no se dice nada que no sea casi un lugar común. El problema no se agota
ahí, pues eso sólo contempla el conflicto desde la posición del que puede
16
Sobre esta dimensión de la cuestión, Cfr. Hassemer, W.,
Persona, mundo y responsabilidad. Bases
para una teoría de la imputación en derecho penal
, Valencia, 1999.
17
Para una visión global de los problemas que en la actual doctrina italiana suscitan mayor interés,
Cfr. “La riforma della Parte Generale del Codice Penale”,
VVAA, a.c.d. Alfonso M. Stile, Napoli, Jovene
Ed., 2003.
18
Sobre ello, Gracia Martín, Luis, en “Prólogo” a
La teoría de la imputación objetiva del resultado en
el delito doloso de acción
,
de Rueda Martín, M. A., Bosch, Barcelona,
2001.
19
Sobre esa crítica y otras, y en general sobre el estado del debate sobre la imputación objetiva, Cfr.
Frisch,
Op. cit.
, p. 59ss.
67
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ser acusado. Mas la
sociedad que contempla
se pregunta —con todos los
ingredientes de irracionalidad que se quieran añadir— por la ausencia o
imposibilidad de imputar responsabilidad penal alguna al que ha provo-
cado graves daños con actos que difícilmente entrarían en una tipicidad
interpretada desde la ortodoxia de la imputación objetiva.
La importancia, pues, que se dio en su momento al principio de imputa-
ción objetiva es comprensible en el marco de una
evolución cultural penal
,
que es sin duda enriquecedora. Las viejas teorías de la causalidad adecuada
no eran suficientes para colorear la complejidad de los procesos decisorios
que acaban en daños y perjuicios para individuos o grupos. Tal vez al
pensamiento penal le costó aceptar que el primer escalón supuestamente
obligatorio (la convicción de que la causalidad es una exigencia consus-
tancial al principio de legalidad) no debiera de serlo tanto, y asumir que
por mucho que el estudio de la causalidad sea un objetivo natural en las
ciencias exactas
no tiene por qué serlo también en las relaciones humanas
,
sin perjuicio de reconocer a la causalidad la categoría de gran problema
del pensamiento especulativo.
20
Hoy no hay nadie que ose poner en duda no ya la importancia sino el
carácter
nuclear
de todo lo que concierne a la imputación objetiva, a pesar
de que algunos de sus principales apóstoles lamentan que voces escépticas
se atrevan a decir que es una teoría cuya utilidad práctica no se correspon-
de con la inflación de estudios y posiciones sobre la misma.
21
Tal parece
que el concepto de “imputación objetiva” ha sido la savia vivificadora de
un árbol (la teoría del delito) que estaba irremisiblemente muerto. A la
postre estamos, para unos, ante una reconsideración del “significado obje-
tivo de la tipicidad”, abandonando el exceso de formalismo, y para otros
en presencia de una necesaria reinterpretación de los tipos a la luz de una
selección de conductas injustas que deben ser en ellos incluidas, que sea
acorde con la función del derecho penal entendida como “prevención fren-
te a conductas humanas”, y no, o no sólo, “prevención frente a resultados
lesivos”. A todo esto debe añadirse que la imputación objetiva despliega su
primordial interés en relación con los delitos de resultado, lo cual reduce
notablemente su pretendido impacto general en el sistema.
La afirmación de que la existencia de un delito exige, y con eso basta, un
20
Cfr. I. Reguera, “Teorías actuales de la causalidad en filosofía de la ciencia”, en
Anales del Seminario
de Historia de la Filosofía
, Universidad Complutense, Madrid, 1980.
21
Sobre este lamento Cfr. Frisch, Wolgang, “
Tipo penal e imputación objetiva
”, trad. Manuel Cancio
Meliá, Beatriz de la Gándara Vallejo y Yesid Reyes Alvarado, Colex, Madrid, 1995.
68
R E V I S T A D E L I N S T I T U T O D E C I E N C I A S J U R Í D I C A S
comportamiento humano en el que se reúnan las condiciones de acción, ti-
picidad, antijuricidad y culpabilidad,
ya no es posible
: se necesita
algo más
,
llámese
imputación objetiva del hecho
, o, para otros, ausencia de adecuación
social
22
de la conducta. Las viejas ideas sobre acción, resultado y relación
de causalidad entre ambos no se consideran criterio válido o suficiente para
establecer la acusación de autoría de un hecho. Es fácil comprobar en la
literatura penal actual que ningún autor osa despreciar ese elemento nuevo
o, por lo menos, configurador final del sentido de lo injusto.
En algo parece haber concordia, y es en la convicción de que la acumu-
lación técnica (jurídica) de acción, tipicidad, antijuricidad y culpabilidad
no parece suficiente como para decidir la imposición de un castigo, o, lo
que es lo mismo, que conductas humanas que podrían cumplir con esos
elementos no pueden ser razonablemente castigadas,
23
pues les falta algo
más: ser objetivamente imputables o no ser socialmente adecuadas (de-
pende de la dirección ideológica). Indudablemente, así vista la cuestión,
la posibilidad de imputación objetiva del resultado porque la acción del
autor entrañaba en sí misma y objetivamente una potencialidad de peli-
gro de producción de esos resultados enriquece el concepto jurídico de
delito, y sobre todo, ofrece un criterio apto para dar justa respuesta penal
en situaciones de pluralidad de resultados fruto de procesos causales no
equiparables, que gracias al principio de imputación objetiva pueden ser
reconducidos y atribuidos a personas que han llevado a cabo acciones en
sí mismas cargadas del peligro generador de esa clase de consecuencias.
24
Situados pues ante un avance que se comprende sin demérito, antes
bien como salto propiciado por el principio de adecuación causal, podemos
preguntarnos otra vez si está justificado el desproporcionado despliegue de
literatura penal contemporánea que el tema ha provocado,
25
y la respuesta
ha de ser, por lo menos, escéptica. Veamos algunos de los obstáculos.
22
Para los finalistas, el concepto de adecuación social, acuñado por Welzel, es casi equivalente al de
imputación objetiva, pues en la tipicidad no puede tener cabida una conducta socialmente correcta. Esa
respetable opinión no puede ser aceptada sin más, entre otras cosas porque existen muchas conductas
socialmente adecuadas que entrañan riesgos inadmisibles.
23
En el mismo sentido, Gracia Martín,
Loc. cit.
24
Cfr. sobre ello el excelente trabajo de Gómez Benítez, José Manuel
,
“La realización del peligro en el
resultado y la imputación al dolo en las desviaciones causales”, en
Omisión e imputación objetiva en
derecho penal
, Jornadas Hispano-Alemanas de Derecho Penal en homenaje a Claus Roxin, Universidad
Complutense y Centro de Estudios Judiciales, Madrid, 1994.
25
Nunca la literatura jurídica ha de tenerse por excesiva, pues cada cual es dueño de escribir sobre lo
que le venga en gana. Pero nos encontramos con una doctrina penal (la española) que no ha estudiado
ni se ha pronunciado apenas sobre una enorme cantidad de problemas jurídicos y político-criminales
de nuestro tiempo. La “desproporción” es lo que resulta decepcionante.
69
I U S
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V E R A N O
2 0 0 7
II
.
IV
. P
ARA
EL
CONCEPTO
Y
FUNCIÓN
DEL
DOLO
El desarrollo del principio de imputación objetiva, en la medida en que
muchos lo quieren situar en el
epicentro de lo injusto
,
puede indirectamen-
te propiciar
el vaciamiento del concepto de dolo al que antes me he referi-
do. La hipertrofia de la importancia de la imputación objetiva puede llevar
al
dolus in re ipsa
,
que no es sino una renuncia a indagar sobre el dolo,
sobre lo que el autor quería conseguir, cuestión que se integra en el debate
forense. En su momento y como ya advirtió previsoramente Bricola,
26
hay
que tener en cuenta esa
función del proceso sin dejar de denunciar el gra-
ve error de método que supone entender el dolo tomando como definición
su modalidad secundaria, que es precisamente el
dolo eventual
—en el que
se ofrecen las más claras debilidades del componente volitivo— para desde
ella despreciar la necesidad de ese componente.
La razón se entiende fácilmente: a fuerza de concentrar la atención (y el
fundamento del castigo) en la relación entre el autor y la acción, dejando
en un plano secundario la volición del resultado, puede propiciarse el en-
tendimiento de que para la apreciación de dolo es suficiente esa reducción
de objetivo, con lo cual un principio que seguramente nació para reforzar
la imagen del delito como
acción humana
—del mismo modo que lo haría el
principio de adecuación social acuñado desde el finalismo—
27
puede acabar
sirviendo para una objetivización de la responsabilidad penal, por muy lejos
que esa idea esté de sus defensores, o, por lo menos, para crear una adicional
dificultad a la distinción entre conductas dolosas y conductas imprudentes.
26
También señalaba Bricola que las exigencias de la prueba en el proceso penal imponen que el derecho
penal material (los tipos de delito) sean a la vez respetuosos con la taxatividad, la ofensividad y la cla-
ridad, para que todo sea empíricamente verificable, sin perjuicio de que siempre haya de subsistir algún
componente valorativo (Bricola, “Riforma del processo penale e profili di diritto penale sostanziale”,
en
Política Criminale e scienza del diritto penale
, II Mulino, Bologna, 1997, pp. 263 y 264.
27
Aunque no voy a extenderme en ello, sí quiero destacar —aunque no sea un descubrimiento— que
esa especial colocación del punto de choque entre el individuo y el derecho en la acción, es algo en lo
que externamente parecen cumplirse postulados del finalismo. Pero no es así, a la luz del origen iusfi-
losófico de este último. Para el finalismo la “acción” cumple una función central en la determinación
de lo injusto, y ha de ser así porque así lo exige el sentido ético del derecho y su propia concepción de
lo que es la acción humana. Para las doctrinas de la imputación objetiva es claro que esa significación
ex ante de la conducta produce una reformulación del contenido objetivo de la tipicidad, por supuesto
que siempre entendiendo a ésta como cristalización de una idea previa sobre lo que ha de ser objeto
de (des)calificación jurídica. Pero eso no quiere ni puede propiciar que se entienda que el delito es casi
únicamente “una acción”. De la hipertrofia de la importancia de la acción en la configuración del delito
se ocuparon en su momento y extensamente Roxin en Alemania (Cfr.
Problemas básicos del derecho
penal
,
trad. Luzón, Reus, Madrid, 1976) y Marinucci (Cfr.
Il reato come azione: critica di un dogma
,
Giuffrè, Milano, 1971) en Italia, y a ellos me remito.
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II
.
V
. S
ITUACIONES
INEXPLICABLES
El de imputación objetiva apareció como un concepto “normativo” y desli-
gado de ontologismo y explicaciones pre-penales, y ése era su gran mérito:
el derecho penal construye sus propias categorías, etcétera, etc.
Pero lo anterior no evita que se puedan producir consecuencias no de-
seables. En primer lugar, si se acatan los postulados de la imputación obje-
tiva será obligado apreciar la atipicidad de conductas que han interferido
en procesos causales que han ido a parar a daños graves. Por ejemplo: el
robo de un órgano destinado a un urgente trasplante, circunstancia
cono-
cida por el autor, que propicia la muerte del enfermo; o bien robo de bolsas
de un banco de sangre para especular con el precio, paralizando opera-
ciones inaplazables; o bien querella sin fundamento contra un empresario
para requerirle a que entregue sus libros de comercio, con el sólo objeto de
hacerse con los nombres de sus clientes y proveedores. En todos esos casos
está fuera de duda que las acciones no pueden entrar en el tipo de homici-
dio o de lesiones o de descubrimiento de secretos de empresa. Habría pues
que declararlas “atípicas” y limitarse a valorar los posibles delitos de hurto
o robo, en su caso, o la improbable y nunca perseguida acusación falsa.
Por supuesto que no pretendo sostener que lo ideal sería un retorno a
las versiones más arcaicas de la equivalencia de condiciones. En manera
alguna ésa sería una solución practicable. Lo que sucede es que la declara-
ción de atipicidad que impondría un seguimiento puntual de los elementos
del principio de imputación sería desdeñable, salvo que, en los ejemplos
propuestos,
se dote a las consecuencias indirectamente ligadas a la acción
del carácter de fin perseguido por el autor
.
Aun así, seguiremos sin poder
afirmar la
idoneidad objetiva de la acción
,
y habrá que acudir a la tesis del
control potencial sobre el resultado ulterior.
Hay que referirse también a los casos absurdos, como el de los escala-
dores, sugerido por el propio Roxin, de acuerdo con el cual si dos escala-
dores contratan a dos guías diferentes y ninguno de los dos advierte de la
necesidad de colocarse un cinturón de seguridad. Un escalador muere, y
su guía es condenado por no haber exigido que se enganchara al cinturón
de seguridad, pero el otro guía también es condenado, porque si hubiera
exigido a su cliente que se pusiera el cinturón el
ejemplo habría influido
en el otro guía y habría hecho lo mismo
,
y esa condena es posible porque
le puede ser imputado objetivamente el resultado
por haber incrementado
el riesgo con su pasividad
.
71
I U S
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V E R A N O
2 0 0 7
II
.
VI
. V
ENTAJAS
:
CONTRIBUCIÓN
DE
LA
VÍCTIMA
La teoría de la imputación objetiva ha desplegado, según opinión muy
extendida, una gran eficacia en orden a ofrecer un espacio para valorar la
contribución de la víctima al resultado
. De acuerdo con ello no es posible
imputar al autor el resultado como
fruto previsible de su acción
.
En el campo de los delitos patrimoniales como el de estafa, en el que
además es preciso encontrar un criterio diferenciador entre los conflictos
correspondientes al derecho privado y el ámbito de lo delictivo, la cues-
tión no es tan simple, pues si como veremos es preciso que el estafador
se comporte respecto del hecho
en el sentido de su imputación objetiva
(conducta objetivamente imputable como de estafa), también será preciso
poder concretar
a priori
unos criterios mínimos sobre lo que puede merecer
esa consideración, y no dejarlo enteramente al albur de las condiciones
específicas de cada víctima. La víctima, o mejor, el engañado, pues pueden
no ser la misma persona, aporta un componente imprescindible que debe
ser considerado por el legislador y por el juzgador en la configuración de
los elementos del delito, pero nunca hasta el extremo de posibilitar que lo
delictivo y lo no delictivo sea imposible de determinar con abstracción de
un caso concreto, y ciertamente si hay una figura de delito en donde esa
tensión entre objetivación y personalización se presenta con toda intensi-
dad es precisamente en la de estafa.
Una segunda preocupación es de otra índole: la necesidad de mantener
un criterio
único
en relación con las condiciones precisas para estimar
que hay razones de
imputación objetiva
para decidir que el tipo ha sido
realizado. Adelantando ya una idea central puede decirse que, a mi juicio,
no es posible sostener que la tipicidad de la estafa
requiere idoneidad del
engaño si se trata de delito consumado y que se puede prescindir de ese
requisito si se trata de delito intentado
.
Por otra parte se ha de recordar
que todos los casos en los que el perjudicado potencial descubre a tiempo
el engaño y se libra de sus consecuencias pueden ser conducidos al campo
de inidoneidad o insuficiencia de ese mismo engaño para determinar una
decisión del sujeto pasivo, con lo cual no se trataría de tentativas sino
de casos de
ausencia de fundamento suficiente para apreciar una acción
punible en términos de imputación objetiva
.
Si ahora recordamos que la estafa en multitud de ocasiones no es viable
sin una contribución decisiva de la víctima, habrá que concluir que todos
esos casos son
atípicos
,
pero las consecuencias ciudadanas pueden ser muy
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preocupantes. Se debe buscar pues, un equilibrio entre engaño adecuado y
credibilidad razonable por parte de la víctima
.
Para ello habrá que acudir,
por lo menos, a configurar grupos de víctimas, pues ni hay un modelo
único de estafador ni puede haber un estándar de “incauto” que explique
la tipicidad de la estafa.
28
De ese modo habrá habido contribución, mas no
por ello se podrá decir que el hecho no es objetivamente imputable.
En conclusión, como todas las ideas que se van sucediendo en el tiem-
po, la doctrina de la imputación objetiva recupera adecuadamente la im-
portancia de conducta humana, la propia significación social que ésta ha
de tener para poder ser tenida como merecedora de alabanza o de castigo.
Pero esas ideas de peligro, incremento del riesgo, significación, etc., no
pueden ser tan absolutas como para por sí solas sustituir y resolver todas
las categorías y elementos de la teoría del delito.
28
De interés sobre este tema, J. Dopico, “La estafa sobre datos regístrales”,
InDret
, 363, Barcelona,
julio de 2006.