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EL DERECHO PENAL DEL ENEMIGO
Y LA DISOLUCIÓN DEL DERECHO PENAL
Luigi Ferrajoli*
SUMARIO
I
. D
OS
SIGNIFICADOS
DE
LA
FÓRMULA
DERECHO
PENAL
DEL
ENEMIGO
II
. E
L
TERRORISMO
PENAL
(
EL
DERECHO
PENAL
COMO
GUERRA
,
LA
GUERRA
COMO
SANCIÓN
PENAL
)
III
. E
L
PARADIGMA
DEL
ENEMIGO
Y
LA
DISOLUCIÓN
DEL
DERECHO
PENAL
(
DERECHO
PENAL
Y
GUERRA
)
IV
. L
A
INEFICACIA
DEL
DERECHO
PENAL
DEL
ENEMIGO
(
MEDIOS
Y
FINES
PENALES
)
V
. F
UNDAMENTALISMO
OCCIDENTAL
(
LA
ALTERNATIVA
DEL
DERECHO
Y
DE
LA
RAZÓN
)
I
. D
OS
SIGNIFICADOS
DE
LA
FÓRMULA
DERECHO
PENAL
DEL
ENEMIGO
En primer término, quiero expresar cierto desasosiego por tener que afron-
tar el tema de este seminario. Tal sentimiento proviene de una sensación:
la producida por el hecho mismo de que una fórmula sugestiva, quizá
provocadora y a mi juicio escandalosa, como “el derecho pena del enemi-
go” haya sido puesta en circulación por un jurista prestigioso; que sobre
ella se realicen congresos (dos, sólo en Italia en este mes); y que en torno
a la misma esté creciendo, como inevitablemente sucede en la comunidad
de los juristas, una rica literatura.
1
Se trata de circunstancias que bastan
* Ponencia presentada en el seminario
Verso un diritto penale del nemico?
, organizado por Magistra-
tura Democratica en Roma, los días 24-25 de marzo de 2006. En curso de publicación en
Questione
Giustizia
2/2006. Este artículo fue publicado en
Jueces para la Democracia
(noviembre de 2006), en
traducción de Perfecto Andrés Ibáñez, a quienes agradecemos permitirnos publicarlo en México.
1
La tesis de una diferenciación del derecho penal, a través de la institución de un “derecho penal del
enemigo”, ha sido promovida por Günter Jakobs,
Derecho penal del ciudadano y derecho penal del
enemigo
, en G. Jakobs y M. Cancio Meliá,
Derecho penal del enemigo
, Civitas, Madrid, 2002, pp. 19-56;
G. J
AKOBS
, “Terroristen als Personen im Recht?”, en
Zeitschrift für die gesamte Strafrechtswissencchaft
,
4, 2005, pp. 117-134; Id.,
Diritto penale del nemico? Una analisi sulle condizi della giuridicità
, po-
nencia para el seminario celebrado en Trento los días 10-11 de marzo de 2006, sobre “Delitto politico
6
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para otorgar a la misma una ciudadanía teórica, para que, de algún modo,
resulte tomada en serio y para dotarla de una apariencia de legitimidad.
He apreciado mucho las ponencias y las intervenciones producidas en
este encuentro, todas informadas —pienso en la ponencia de Morosini y
en las intervenciones de Spataro, D’Andria y Borracetti— en la defensa
del derecho penal y de sus garantías, en alternativa a la lógica de guerra
que informa el derecho penal del enemigo. Y pienso, espero, que la ma-
gistratura italiana, aunque sólo sea por su independencia y también por
la experiencia adquirida en los procesos de terrorismo y de mafia, sabrá
resistir a las tendencias a la desjurisdiccionalización
(de-giurisdizionaliza-
zione)
del proceso de que ha hablado Francesco Palazzo. Pero ayer hemos
escuchado lo que nos decía Vittorio Fanchiotti sobre la que ha llamado
desprocesalización
(de-processualizzazione)
del tratamiento punitivo en
los Estados Unidos y en Inglaterra, que ya no tiene nada de “penal” ni de
“derecho”. Y, por otra parte, conocemos bien la capacidad expansiva y los
efectos de contagio y corrupción del imaginario penalista en una doble
dirección: en relación con otros países, incluido el nuestro; en relación
con los demás sectores del derecho penal —mafia, criminalidad organizada,
pedofilia, tráfico de drogas— hasta incluir, en lo que va camino de ser “el
imperio del miedo” exportado de los Estados Unidos a todo el planeta, los
atentados contra la seguridad provenientes de la pequeña delincuencia
callejera y de subsistencia. Ésta, hoy, como ha recordado Massimo Pavari-
ni, representa en los Estados Unidos el verdadero “enemigo” contra el que
se ha desencadenado una campaña de criminalización de la pobreza y de
encarcelamiento masivo que ha llevado a que la población carcelaria de
ese país sea en este momento de 2,500,000 personas.
Ahora es preciso preguntarse: ¿de qué estamos discutiendo cuando
hablamos de “derecho penal del enemigo”?, ¿del paradigma del enemigo
e diritto penale del nemico”. Como bien ha señalado M. Cancio Meliá, ¿
Derecho penal del enemigo?
,
cit., pp. 59-102, la expresión “derecho penal del enemigo” es una contradicción en los términos, la que
cabe reconocer una variante actualizada de las doctrinas penales del “tipo de autor” y del “enemigo
del pueblo”. Sobre el “derecho penal del enemigo” se ha formado ya una abundante literatura crítica.
Al respecto, pueden verse: M. Donini,
Il volto attuale dell’illecito penale. La democrazia penale tra
differenziazione e sussidirietà
, Giuffrè, Milano, 2004, 2.3, pp. 53-59; Id. “Il diritto penale di fronte al
‘nemico’”, en
Cassazione Penale
, pp. 735-777; A. A
PONTE
,
Derecho penal de enemigo o derecho penal
del ciudadano. Günter Jakobs y las tensiones de un derecho penal de la enemistad
, Temis, Bogotá,
2005; A. Aponte,
Guerra y derecho penal de enemigo. Reflexión crítica sobre el eficientismo penal de
enemigo
, Ibáñez, Bogotá, 2006; R. Zaffaroni, “Buscando al enemigo: de Satán al derecho penal cool”,
trad. italiana: “Alla ricerca del nemico: da Satana al diritto penale cool”, en
Studi in onore di Giorgio
Marinucci
, Giuffrè, Milano, 2006, ed. de E. Dolcihi y C. E. Paliero, vol.
I
, pp. 757-780; F. Resta, “Nemici
e criminali. Le logiche del controllo”,
en
L’Indice penale
, 1, 2006, pp. 181-227.
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en el derecho penal? Creo que hay que reconocer con absoluta firmeza
que hablamos de un oxímoron, de una contradicción en los términos, que
representa, de hecho, la negación del derecho penal, la disolución de su
papel y de su íntima esencia, dado que la figura del enemigo pertenece a
la lógica de la guerra, que es la negación del derecho, del mismo modo que
éste es la negación de la guerra.
Para decirlo brevemente y haciendo uso de la expresión que da título
a un bellísimo
pamphlet
de Raúl Zaffaroni: discutimos
del derecho penal
y sus enemigos
.
2
Pues la concepción del terrorista, del delincuente como
enemigo tiene aptitud bastante para arrollar todas las garantías del de-
recho penal, desde el principio de legalidad al de culpabilidad, desde la
presunción de inocencia hasta la carga de la prueba y los derechos de la
defensa.
Así las cosas, conviene distinguir dos significados, dos usos diversos
de esta fórmula: a) uno primero de tipo empírico-
descriptivo
; descriptivo,
entiéndase bien, de una perversión del derecho penal, es decir, de prácticas
punitivas y represivas —pienso en las jaulas de Guantánamo o en las tortu-
ras de Abu Ghraib— que se cubren con el manto del derecho penal y son,
por el contrario, su negación; y, b) otro significado, podría decirse, de tipo
teórico, merced al cual “el derecho penal del enemigo” resulta presentado
o recomendado como un nuevo “paradigma”, un nuevo “modelo”, como
tal
normativo
, de derecho penal.
Ahora bien, en la teoría política y en la teoría jurídica no siempre —más
bien casi nunca— se distingue analíticamente el diverso estatuto de los dos
discursos, descriptivo en un caso, normativo en el otro. Con el resultado
de que el uso descriptivo de la fórmula —más que servir de premisa de la
crítica de lo que se describe sobre la base de los modelos teóricos y nor-
mativos del derecho penal elaborados por una larga y fatigosa tradición
de conquistas civiles y democráticas— se transmuta, más o menos cons-
cientemente, en un uso normativo o cuando menos en un uso en función
de legitimación de lo descrito por la fórmula.
Es la falacia realista que lastra buena parte de la filosofía política y
jurídica, que cambia lo que acontece por lo que, política o jurídicamente,
es justo o legítimo que suceda, ocultando así su carácter ilícito y criminal.
Dicho sin rodeos, se trata de la autolegitimación como derecho de las prác-
ticas contrastantes con el modelo normativo del derecho penal, en nombre
2
Zaffaroni, R., “El derecho penal y sus enemigos”, texto mecanografiado, de próxima publicación.
8
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de la eficiencia. Añadiré que es una falacia a menudo inconsciente. Supon-
go que si se pregunta a Günter Jakobs si comparte el modelo del derecho
penal del enemigo, responderá que se está limitando a describir el fenó-
meno, destinado, sin embargo, a afirmarse al lado —o incluso a salvar— el
“derecho penal del ciudadano”. Por lo demás, la distinción metalingüística
entre “descriptivo” y “prescriptivo” no forma parte de la cultura jurídica
y política funcionalista. Recuerdo que una vez, hace veinticinco años,
en el curso de un debate que tuvo lugar en Palermo, pregunté a Niklas
Luhmannn si hacía un uso descriptivo o prescriptivo de su tesis según la
cual el individuo es un “subsistema” del sistema social, de manera que los
derechos del primero se defienden en función de la conservación del se-
gundo. Me contestó que no entendía el sentido de la pregunta. En mucha
de la cultura filosófica llamada “realista” es todavía un postulado la idea
hegeliana de que “lo que es real es racional”.
II
. E
L
TERRORISMO
PENAL
(
EL
DERECHO
PENAL
COMO
GUERRA
,
LA
GUERRA
COMO
SANCIÓN
PENAL
)
Comenzaré ahora analizando nuestra fórmula en sentido
descriptivo
. Como
suele suceder en derecho penal nunca se inventa nada nuevo. El esquema
del derecho penal del enemigo no es otra cosa que el viejo esquema del
“enemigo del pueblo” de estaliniana memoria y, por otra parte, el modelo
penal nazi del “tipo normativo de autor” (
Tätertyp
). Y enlaza con una
tradición antigua y recurrente de despotismo penal inaugurada con los
crimina maiestatis
. Con la agravante de que aquél se ha perfeccionado
mediante su abierta identificación con el esquema de la guerra, que hace
del delincuente y del terrorista un enemigo a suprimir y no a juzgar.
El resultado de esta perversión es el modelo del terrorismo penal, o del
derecho penal terrorista y criminal, entendido “criminal” como rasgo no
de los hechos perseguidos sino del propio “derecho”, a causa de las formas
abiertamente terroristas que éste asume. Hemos podido escuchar lo que
contaba ayer Fanchiotti sobre el
Patriot Act
estadunidense y sobre el mo-
delo Guantánamo: la cancelación del
habeas corpus
para los ciudadanos
no americanos, las privaciones de libertad por tiempo ilimitado sin acusa-
ción formal, la supresión de las garantías procesales, el establecimiento de
tribunales militares especiales, la quiebra de todas las garantías en materia
de interceptaciones, registros, detenciones, pruebas.
La manifestación más vergonzosa de este derecho penal criminal, como
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verdadero
crimen contra la humanidad
, es la tortura, que ha hecho su
funesta reaparición en estos años en el tratamiento estadunidense de los
llamados “enemigos combatientes” como instrumento para obtener la con-
fesión y, al mismo tiempo, de intimidación general. Es un modelo de tor-
tura en muchos aspectos opuesto al practicado en secreto en las cámaras
de seguridad y habitualmente ocultado, negado, dejado de lado e ignorado
por la opinión pública. En efecto, su aspecto más torpe es su carácter
estratégico, ostensible, codificado en manuales
ad hoc
,
3
como medio de
intimidación y mortificación de las personas y de difusión del terror, con
el aval incluso de ilustres penalistas.
4
Sólo así se explican las espantosas
fotografías de prisioneros encapuchados, con los brazos abiertos y cables
eléctricos pendientes de las manos, arrastrados por el cuello con una co-
rrea, o amontonados y fotografiados desnudos y aterrorizados delante de
perros azuzados, mientras ríen sus verdugos, evidentemente seguros de la
impunidad, o, peor aún, de la legitimidad de sus acciones.
Es el mismo modelo de terrorismo penal, ya experimentado por las
dictaduras latinoamericanas de los años sesenta y setenta
5
en obsequio de
la doctrina de la “seguridad nacional”, y hoy practicado por los Estados
Unidos con los sospechosos de terrorismo, en decenas de prisiones es-
parcidas por todo el mundo. Su finalidad es sembrar el terror entre todos
los que, fundadamente o no, resulten sospechosos de connivencia con el
terrorismo, y, al mismo tiempo, humillar al enemigo al margen del derecho
3
Con el título
Manuale della tortura
, se ha publicado el documento de la
CIA
que imparte directivas
sobre el trato —verdaderas y propias torturas— a que debe someterse a los prisioneros sospechosos de
actividades contrarias a la “seguridad” de los Estados Unidos (
Manuale della tortura. Il testo finora
top-secret uscito dagli archivi
USA
(1963-1997)
, Datanews, Roma, 1999). Los mismos comandos del
ejército estadunidense han reconocido la muerte de cerca de 30 personas presas en Afganistán y en
Irak. Como han declarado algunos exoficiales de la
CIA
, entre ellos un exfuncionario de alto nivel, en una
entrevista radiofónica a la
BBC
el 8 de febrero de 2005, los Estados Unidos, después del 11 de septiembre
de 2001, han desarrollado una actividad sistemática de secuestros ilegales de sospechosos de terrorismo,
transferidos (y a veces desaparecidos) en países del Magreb y de Oriente Medio, donde fueron sometidos
a torturas en centros de detención sometidos a su control (S. Gray, “Decentramento della tortura”, en
Le
Monde Diplomatique
, nº 4, abril, 2005, pp., 1 y 8-9). Gran parte de estas prácticas han sido declaradas
ilegítimas por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, sin que esto haya comportado su cese efec-
tivo. Sobre la práctica estadunidense de la tortura en el universo carcelario oculto edificado por la
CIA
y
el Pentágono en diversos países, Cfr. G. Chiesa,
La guerra infinita
, Feltrineli, Milano, 2002, cap.
VI
; C.
Bonini,
Guantanamo. Usa, viaggio nella prigione del terrore
, Einaudi, Torino, 2004, que contiene en
apéndice las ordenanzas y reglamentos que han autorizado estos horrores; Amnesty Internatinal,
Abu
Ghraib e dintorni. Un anno di denunce inascoltate
, Ega editore, Torino, 2004.
4
Recuérdense las tesis de Alan Dershowitz,
Why Terrorism Works. Understanding the Threat Respond-
ing to the Challenge
(2002), trad. Italiana:
Terrorismo
, Carocci, Roma, 2003, pp. 118 y ss. y 125 y ss.
5
Sobre este modelo puede verse S. S
ENESE
, “La trasformazione delle strutture giuridiche in America
Latina”, en
Il Mulino
, nº 246, julio-agosto de 1976, pp. 529-553.
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como no-persona, que no merece la aplicación de las garantías ordinarias
del correcto proceso ni las previstas para los prisioneros por el derecho
humanitario de guerra. Naturalmente, las torturas no aparecen llamadas
por su nombre. Se las califica de “abusos”, para no admitir oficialmente
el crimen.
El acta de nacimiento del derecho penal del enemigo está en la legiti-
mación política de estas prácticas punitivas. En la base de la identificación
del terrorista y del criminal como enemigos subyacente a las mismas, hay
un deslizamiento semántico en función de autolegitimación; la confusión
entre derecho penal y guerra: nada más destructivo del derecho y del
estado de derecho. Esta confusión ha producido una suerte de perversa
legitimación cruzada: de la guerra, rehabilitada como instrumento penal
de mantenimiento del orden público internacional; del derecho penal del
enemigo, a su vez legitimado en sus formas terroristas con la lógica de la
guerra.
Esta deformación del significado de las palabras y del sentido común
se ha producido sobre todo en la interpretación de los estragos del 11 de
septiembre. ¿Fueron éstos un acto de “guerra” o un acto de “terrorismo”?
¿Se trató de una agresión bélica, o no fueron más bien un crimen, un
crimen contra la humanidad, que es como siempre se ha calificado a los
actos terroristas? Pues las guerras las hacen los estados, suponen confines
y territorios, ejércitos regulares y enemigos ciertos y reconocibles. Los ata-
ques terroristas, por el contrario, pertenecen al género de las emboscadas
perpetradas por organizaciones ramificadas y clandestinas.
Es claro que la identificación de aquel acto terrorista como un acto
de guerra y no como un crimen elimina la distinción y la asimetría entre
derecho y guerra. Hablaré más adelante de los desastrosos efectos de esta
confusión a los fines de la lucha contra el terrorismo; lucha que, preci-
samente, tiene su específica fuente de legitimación en la asimetría entre
derecho y guerra, de la que obtiene también su específica capacidad de
aislamiento y desarme político del terrorismo. Pero quiero señalar de inme-
diato los efectos de relegitimación de la guerra como modo de lucha con-
tra el terrorismo y, paradójicamente, del propio terrorismo como guerra,
provocados por esta deformación del lenguaje de la política y del derecho.
Gracias a esta simplificación maniquea de la política y del lenguaje de la
política, bajo la enseña de la dicotomía amigo/enemigo, no sólo la guerra,
sino también las violencias ejercidas por los vencedores en los territorios
ocupados han sido llamadas “lucha al terrorismo”; mientras todo lo que
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contrasta con los métodos de esta lucha ha sido etiquetado y descalificado
como “terrorismo” y como alianza o connivencia con el terrorismo, a su
vez acreditado como “guerra”.
Es una distorsión del lenguaje que constituye el síntoma amenazante
de un posible totalitarismo internacional justificado por una suerte de
estado de sitio global y permanente. En efecto, parece que en el momento
en que los fenómenos que hemos de entender y afrontar adquieren mayor
complejidad, nuestro lenguaje y nuestras categorías, en vez de hacerse a
la vez más complejas y diferenciadas, se simplifican y se confunden, hasta
su extrema simplificación en la oposición elemental del “Bien” contra el
“Mal”: ayer el comunismo, hoy el terrorismo. Por lo demás, la simplifica-
ción ha operado siempre como factor de autolegitimación a través de la
figura del enemigo: del enemigo exterior, para legitimar la guerra externa,
preventiva y virtualmente permanente, y del enemigo interno, sospechoso
de connivencias con aquél, modo de legitimar medidas de emergencia y
restrictivas de las libertades fundamentales de todos.
Es el esquema schmittiano de la oposición amigo/enemigo, que se ha
impuesto sobre todo en los Estados Unidos. Un esquema, sin embargo, que
no es precisamente, como pretendía Schmitt, el paradigma de la política,
sino el de la guerra, que es la negación de toda política racional, tanto
en las relaciones internacionales como en las internas, donde no por ca-
sualidad acaba por secundar, en nombre de la emergencia, la disolución
del estado de derecho, basada en la difusión del miedo y en la demanda
de lealtades y de consenso apriorístico a cualquier arbitrio y abuso. Con
la agravante de que la fórmula no sólo expresa la concepción y el trata-
miento del criminal como enemigo, sino también la del enemigo como
criminal, privado, en consecuencia, al mismo tiempo, tanto de las garan-
tías procesales del imputado como de las previstas para los prisioneros de
guerra por las convenciones de Ginebra. Dicho sencillamente, expresa la
criminalización del enemigo y la militarización de la justicia.
En esta exclusión de los “enemigos combatientes” del derecho —tanto
interno como internacional— se manifiesta, en fin, la valencia racista de
la fórmula del derecho penal del enemigo tal y como se ha expresado en
las leyes americanas y en los horrores de Guantánamo y de Abu Ghraib.
La etiqueta “terrorismo”, como sinónimo de pulsión homicida irracional,
sirve para caracterizar al enemigo como no-humano, no-persona, que no
merece ser tratado con los instrumentos del derecho ni con los de la polí-
tica. Es el vehículo de una nueva antropología de la desigualdad, marcada
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por el carácter tipológicamente criminal, demencial e inhumano, asociado
al enemigo, y, de este modo, también de una nueva y radical asimetría
entre “nosotros” y “ellos”.
III
. E
L
PARADIGMA
DEL
ENEMIGO
Y
LA
DISOLUCIÓN
DEL
DERECHO
PENAL
(
DERECHO
PENAL
Y
GUERRA
)
Llego así al segundo significado de la fórmula “derecho penal del enemi-
go”, el de su uso en sentido normativo como nuevo modelo o paradigma
del derecho penal. ¿Por qué el “derecho penal del enemigo”, en el segundo
de los significados aludidos, es una contradicción en los términos, que
contradice y, por tanto, niega la idea misma del derecho penal?
Por múltiples razones, todas conectadas con el hecho de que el derecho
penal, más bien el derecho
tout court
, es la negación del enemigo; porque
es el instrumento, el medio por el que las relaciones de convivencia pasan
del estado salvaje al estado civil y cada uno es reconocido como persona.
En este sentido, la pena es la negación de la venganza, del mismo modo
que el derecho en general es la negación de la guerra. Recuérdese el para-
digma hobbesiano: el derecho es la alternativa al
bellum omnium
, es decir,
a la violencia desregulada de la guerra. Con él se sale del estado de natu-
raleza y la sociedad salvaje se civiliza, de manera que en la sociedad civil
instituida por el derecho ya no existen enemigos sino asociados, no guerras
sino penas y delitos. Como afirma Hobbes: “un daño infligido a quien es
enemigo declarado no puede calificarse de castigo” sino que habrá de ser
considerado como “acto de hostilidad”.
6
Por lo demás, este reconocimiento
de la antinomia entre derecho y guerra, entre pena y venganza se remonta
a los orígenes de la civilidad jurídica, cuando el nacimiento del derecho
penal fue representado en la mitología griega con la institución del areó-
pago por Atenea, que puso fin al ciclo de la venganza de la sangre.
7
Si esto es cierto, el esquema bélico del derecho penal del enemigo
contradice radicalmente la idea misma del derecho penal en todos sus ele-
mentos y momentos; primeramente, en el modo de concebir el tipo penal,
y, luego, en la concepción del juicio.
6
Leviatán
, trad. de C. Mellizo, Alianza Editorial, Madrid, 1989, p. 251.
7
Es el momento del tránsito de la justicia privada a la justicia de la ciudad, celebrado en las
Euménides
de Esquilo, e históricamente documentado en la ley de Dracón del año 620 a. C. Al respecto, remito a
mi
Derecho y razón. Teoría del garantismo penal
, trad. española de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, R.
Cantarero, A. Ruiz Miguel y J. Terradillos, Trotta, Madrid, 7ª ed., 2005, pp. 333-334.
13
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La primera deformación concierne al principio de legalidad en la de-
terminación de lo punible, que aquí ya no es el delito sino el reo, con
independencia del delito. La sustancia del principio de legalidad está en
la previsión legal como punibles de “tipos de acción” y no de “tipos de
autor”; en castigar “por lo que se hace” y no por “lo que se es”; en iden-
tificar las conductas dañosas y no, también, a los sujetos dañosos, más
bien tutelados por ese principio en sus diversas y específicas identidades,
aunque sean desviadas; en dirigir el juicio a la prueba de los hechos y no
la inquisición sobre las personas.
El derecho penal del enemigo invierte este esquema. En él la prede-
terminación legal y la averiguación judicial del hecho punible ceden el
puesto a la identificación del enemigo, que inevitablemente, al no estar
mediada por la prueba de actos específicos de enemistad, se resuelve en
la identificación, la captura y la condena de los sospechosos. En efecto, el
enemigo debe ser castigado por lo que es y no por lo que hace. El presu-
puesto de la pena no es la realización de un delito, sino una cualidad per-
sonal determinada en cada ocasión con criterios puramente potestativos
como los de “sospechoso” o “peligroso”. Ni sirven pruebas sino diagnosis
y prognosis políticas. Y es claro que el esquema puede ampliarse en múl-
tiples direcciones: hacia los pedófilos, los mafiosos, las diversas categorías
de marginados sociales; todo invariablemente según la concepción del
delincuente político como “enemigo” a suprimir por el interés general, a
partir de su identificación
extra legem
según criterios sustancialistas y por
procedimientos inquisitivos. Conforme a este modelo, lo que cuenta es la
eficiencia, junto con la idea fácil, propia del sentido común autoritario, de
que la justicia debe mirar al reo por detrás del delito, a su peligrosidad de-
trás de su responsabilidad, a la identidad del enemigo más que a la prueba
de sus actos hostiles.
La consecuencia es una segunda deformación que trastoca la naturaleza
del juicio penal. En efecto, esta mutación sustancialista y subjetivista del
modelo de legalidad bajo la enseña del enemigo produce como resultado la
quiebra de todas las garantías procesales. Si el delincuente y el imputado
son enemigos, el juez a su vez se convierte en “enemigo del reo”, según
las palabras de Beccaria,
8
y pierde inevitablemente toda su imparcialidad.
El esquema del amigo/enemigo opera aquí en dos direcciones, en la del
sujeto y en la del objeto del juicio.
8
De los delitos y de las penas
, trad. de J. A. de las Casas, Alianza Editorial, Madrid, 1968, p. 59.
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En primer lugar, imprime una connotación partisana tanto a la acu-
sación como al juicio, transformando el proceso en momento de “lucha”
contra la criminalidad terrorista o de cualquier modo organizada. El pro-
ceso no es el que Beccaria llamaba “
informativo
, esto es, la indagación
indiferente del hecho” donde el juez es “un indiferente indagador de la
verdad”, sino que se convierte en “un
proceso ofensivo
” en el que “el juez
se hace enemigo del reo, de un hombre encadenado.
.., [y] no busca la ver-
dad del hecho, busca sólo el delito en el encarcelado. Le pone lazos y se
cree desairado si no sale con su intento en perjuicio de aquella infalibilidad
que el hombre se atribuye en todos sus pensamientos”.
9
En segundo lugar, el esquema se manifiesta en la alteración del objeto
procesal, que se sigue directamente de la que afecta a los tipos penales. Si
el presupuesto de la pena está representado por la sustancial personalidad
terrorista o mafiosa del autor, más que por hechos delictivos determina-
dos, el proceso deja de ser un procedimiento de verificación empírica de
las hipótesis de acusación para degradarse a técnica de inquisición sobre
la persona, es decir, sobre la subjetividad sustancialmente enemiga o ami-
ga tal como se expresa no tanto en delitos cometidos por aquél como en
su identidad política o religiosa, en su condición social o cultural, en su
ambiente y en su trayectoria vital. En suma, en coherencia con la nueva
estructura del proceso como lucha, objeto del juicio no es tanto y sólo si
el acusado
ha cometido
un hecho terrorista o en cualquier caso criminal,
sino
si él ha sido
y
si es todavía
un terrorista o un connivente con el te-
rrorismo.
IV
. L
A
INEFICACIA
DEL
DERECHO
PENAL
DEL
ENEMIGO
(
MEDIOS
Y
FINES
PENALES
)
Llegados a este punto, hay que preguntarse si el nuevo paradigma es si-
quiera eficaz en la lucha contra el terrorismo. Pues bien, lo que voy a sos-
tener es que el derecho penal, o, mejor, la represión salvaje y desregulada
cubierta bajo el noble título de derecho penal, pierde no sólo su legitimi-
dad, sino también su eficacia. Porque pierde su asimetría con el crimen.
Volvamos a la cuestión del lenguaje. ¿Por qué la fundamental impor-
tancia de la cuestión de si los atentados del 11 de septiembre eran un
crimen o un acto de guerra? ¿Por qué es tan importante que el terrorismo
sea considerado fenómeno criminal y no fenómeno bélico? Porque las
9
Op. cit.
, pp. 58-59.
15
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respuestas que nuestra civilidad jurídica ha previsto y reclama para cada
uno de ambos fenómenos son, no sólo diversas, sino opuestas. Para repeler
o neutralizar un acto de guerra, se responde con la guerra de defensa o
con la movilización general contra el Estado agresor. A un crimen, aunque
sea gravísimo, se responde con el derecho penal, es decir, con la punición
de los culpables, que puede ser muy severa; por tanto, no con ejércitos y
bombardeos, sino con la policía y, por consiguiente, con el esfuerzo y la
capacidad investigadora dirigidos a establecer las responsabilidades y a
neutralizar la compleja red de las complicidades que les diera y siga dán-
doles soporte.
Es claro que los atentados del 11 de septiembre de 2001 no fueron un
acto de guerra, puesto que ésta, según la clásica definición de Alberico
Gentili, consiste en una “publicorum armorum contentio”,
10
es decir, en un
conflicto entre estados, y, precisamente, entre ejércitos públicos, es decir,
entre fuerzas estatales reconocibles como públicas. Mientras el terrorismo
consiste en una violencia dirigida a sembrar terror entre víctimas inocen-
tes, por obra, no ciertamente de una fuerza “pública”, sino de organiza-
ciones ocultas, que actúan clandestinamente y están escondidas desde el
principio, como hacen siempre los criminales. A esos terribles estragos se
ha respondido con la guerra, precisamente porque fueron calificados como
actos no solo terroristas sino de “guerra”. Y la guerra ha golpeado, como
está en su lógica, a decenas de millares de víctimas inocentes, desencade-
nando ulteriores odios, violencias y fanatismos.
Entonces, es preciso preguntarse si la respuesta de la guerra, presentada
como un signo de firmeza, no ha sido realmente otra cosa que un signo de
debilidad, y un acto de abdicación de la razón más que del derecho. Si no
es, precisamente, la guerra, y con ella la espiral incontenible de la violen-
cia y la derrota del derecho y de la razón, lo que perseguían los terroristas
como su principal objetivo estratégico. Si, al contrario, responder con el
derecho y no con la guerra, no habría sido el modo idóneo de lograr la
máxima eficacia y valor simbólico a los fines del aislamiento y la derrota
del terrorismo.
En efecto, es evidente que el terrorismo internacional, al consistir en
una red de organizaciones clandestinas ramificadas en decenas de paí-
ses, puede ser afrontado y batido sólo con una red de fuerzas policiales,
es decir, con operaciones de policía dirigidas a identificar a los jefes, las
10
A. Gentili,
De iure belli libri tres
(1588), lib.
I
, cap.
I
, ed. de J. Brown Scott, Clarendon Press, Oxford,
1933, p. 12.
16
R E V I S T A D E L I N S T I T U T O D E C I E N C I A S J U R Í D I C A S
estructuras, los financiamientos y las complicidades. Ciertamente, tras los
atentados del 11 de septiembre y gracias a la general solidaridad entonces
manifestada con los Estados Unidos, habría sido posible una movilización
de las policías y de los servicios secretos de medio mundo para capturar
a los culpables e identificar las redes de sus acólitos. Sin el clamor y la
espectacularidad de la guerra, sino con los métodos mucho más eficaces
del secreto, la coordinación de las investigaciones, la identificación de las
organizaciones terroristas, y, obviamente, un empleo de la fuerza dirigido
a desarmar a sus componentes y entregarlos a la justicia. Con ello se habría
acrecentado a escala mundial la credibilidad de Occidente y de los propios
Estados Unidos. Y, sobre estas bases, quizá también hubiera sido posible
favorecer la caída pacífica del régimen talibán, que se nutría sobre todo
de las ayudas económicas y militares de Pakistán, e incluso del régimen de
Sadam Hussein. De haber prevalecido la paciencia y la razón, seguramente,
hoy el terrorismo estaría bastante más aislado y sería más vulnerable.
En cambio, la guerra, con sus inútiles devastaciones —incluidas las
redadas indiscriminadas, las torturas, los secuestros, en definitiva, todo lo
que es propio del derecho penal del enemigo— sólo puede agravar, como
gasolina en el fuego, los problemas que pretende resolver. Puede satisfacer
la sed de venganza, pero en perjuicio de las víctimas inocentes. Puede gal-
vanizar y movilizar a las opiniones públicas y ofrecer así un contingente
apoyo a las políticas de excepción de los gobiernos. Pero ciertamente no
sirve para golpear a las organizaciones terroristas, sino que, por el contra-
rio, tiene el efecto de reforzarlas alimentando el caldo de cultivo del fana-
tismo. En efecto, la provocación de la guerra, es, precisamente, el objetivo
de todo terrorismo, dado que él mismo se propone, simétricamente, como
guerra y como tal quiere ser reconocido.
Por eso, la respuesta al terrorismo será tanto más eficaz cuanto más
asi-
métrica
resulte. Y para ello hace falta que no se lo eleve a la categoría de
Estado beligerante y que sus agresiones sean reconocidas como crímenes y
no como actos de guerra; que no se le dé respuesta con la lógica primitiva
de la guerra y del derecho penal del enemigo, perfectamente simétrica a la
del terrorismo, pues también se opone a la lógica del derecho y se proyecta
inevitablemente sobre personas inocentes. Pues, siendo cierto que el terro-
rismo es un fenómeno político, debe ser entendido y afrontado también,
y sobre todo, políticamente. Pero es justo en la asimetría respecto a él
convencionalmente establecida por su calificación jurídica como “crimen”
donde reside el secreto de su pérdida de fuerza y de su aislamiento y por
17
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ello el papel del derecho penal como factor de paz y de civilización, es
decir, instrumento del tránsito del estado de guerra al estado de derecho, de
la sociedad salvaje a la sociedad civil. Pues, en fin, el terrorismo es, en todo
caso, al igual que la piratería, violencia privada, aunque sea trasnacional,
y no violencia pública, como lo son en cambio la pena y la intervención
de la policía.
Menos aún la guerra y la lógica del amigo/enemigo pueden ser un
instrumento de mantenimiento del orden internacional, al modo que apa-
rece concebido en los documentos estratégicos de la administración del
presidente George W. Bush.
11
No es casual que la guerra preventiva al
terrorismo se conciba en esos documentos como “infinita”. Pues, de modo
diverso a lo que sucede con las guerras en sentido propio, que se con-
cluyen siempre con la derrota de uno de los estados contendientes y por
ello con la paz, una guerra preventiva de una violencia privada, como
es, precisamente, el terrorismo, es de manera inevitable permanente, y su
declaración equivale a proyectar una regresión planetaria de las relaciones
internacionales al
bellum omnium
, es decir, a la guerra infinita propia del
estado precivil y salvaje: cuando en el ciclo de la violencia todavía no se
había interpuesto la intervención asimétrica del derecho como instrumento
de civilización de los conflictos, mediante la proscripción como delitos de
la venganza y la represalia.
Terrorismo y guerra, en efecto, se alimentan recíprocamente. Ni la gue-
rra podrá nunca derrotar al terrorismo, ni el terrorismo podrá jamás de-
rrotar a la guerra. Si acaso, tienden a asemejarse el uno a la otra como
violencias indiscriminadas que golpean y aterrorizan a los inocentes. Sola-
mente la intervención del derecho puede interrumpir la espiral. En efecto,
las violencias terroristas —los estragos, asesinatos, secuestros, decapita-
ciones de inocentes— son identificables y reconocibles como crímenes y
como tales políticamente degradables y jurídicamente deslegitimables, si
los estados reaccionan frente a ellos con los instrumentos del derecho, es
11
En el
Project for a New Americam Century
, elaborado en 1998 por los principales colaboradores
de George W. Bush antes de su elección, se afirma que los Estados Unidos no deberán tolerar nunca
potencias industriales o militares concurrentes en la escena internacional. Este proyecto imperial ha sido
obsesivamente reafirmado, con tonos de cruzada, en todas las intervenciones públicas del presidente
Bush posteriores al 11 de septiembre, en particular en el discurso del 14 de septiembre de 2001 en el
que fue declarada la guerra infinita para “liberar al mundo del mal”, y en la declaración de la guerra
preventiva “de duración indefinible” contenida en el documento estratégico del 17 de septiembre de
2001. Los documentos en los que se expone esta nueva doctrina pueden verse en: Varios Autores,
De
Bush a Bush. La nuova dottrina stratégica attraverso i documenti ufficiali (1991-2003)
, La Città del
Sole; G. Mammarella,
Liberali e conservatori. L’America da Nixon a Bush
, Laterza, Roma-Bari, 2004.
18
R E V I S T A D E L I N S T I T U T O D E C I E N C I A S J U R Í D I C A S
decir, con la determinación de las responsabilidades según las garantías
del correcto proceso, y con la aplicación de las penas previstas en la ley. Es
en esta asimetría, precisamente asegurada por las formas jurídicas, donde
reside, repito, la diferencia, más aún la antinomia y la contraposición, no
sólo entre derecho y guerra, sino también entre derecho y terrorismo, y
la capacidad de descalificación y neutralización del segundo por obra del
primero. Y es en la atenuación de esta asimetría entre Estado y terrorismo,
entre la reacción legal a la violencia criminal y la criminalidad misma,
donde radica la causa profunda del fracaso de la guerra “preventiva” y del
derecho penal del enemigo.
La respuesta de la guerra ilegal y de la represión salvaje, a su vez ambas
terroristas, al anular la asimetría entre instituciones públicas y organiza-
ciones terroristas, ha privado a las primeras de su mayor fuerza política,
degradándolas al nivel de las segundas o, lo que es lo mismo, elevando a
las segundas al nivel de las primeras como estados enemigos y beligeran-
tes. Es prueba de ello el hecho de que el terrorismo no haya sido debelado
por la guerra en Afganistán ni por la emprendida contra Irak, en el curso
de las cuales han sobrevivido sus principales jefes y responsables, empe-
zando por Osama Bin Laden. Por el contrario, ha consolidado las bases de
consenso y la capacidad de reclutamiento del terrorismo, incrementando la
inseguridad y al mismo tiempo el antiamericanismo en todo el mundo.
Es así como la ilicitud de la guerra y del derecho penal del enemigo se
ha confirmado como el reflejo de su inidoneidad como “medio” respecto
de cualquier fin presentado como su “justa causa”. Esta irracional incon-
gruencia no es casual. Es la trágica confirmación del nexo indisoluble
que liga derecho y razón, legalidad y seguridad, medios y fines, formas y
sustancia de los instrumentos, incluso coercitivos, de tutela de los débiles
frente a la ley del más fuerte.
V
. F
UNDAMENTALISMO
OCCIDENTAL
(
LA
ALTERNATIVA
DEL
DERECHO
Y
DE
LA
RAZÓN
)
En la base de esta pérdida de la razón en la respuesta al terrorismo hay una
regresión ideal y cultural de las sociedades occidentales, alimentada por
el miedo al diverso y a la vez interpretada y secundada, como fácil base
del consenso, por los gobiernos, por la mayoría de las fuerzas políticas y
de los medios de comunicación. Gran parte de la opinión pública de los
países ricos vive la globalización y sus efectos —las inmigraciones clan-
19
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destinas masivas, la competencia de las producciones de los países pobres,
el empobrecimiento de las clases medias y marginales y el espectáculo
mismo de la miseria, el hambre y las enfermedades de los que es víctima
gran parte de la población mundial— como un atentado y una amenaza
permanente a la propia seguridad, a la propia identidad, a los propios ni-
veles de bienestar.
De aquí el desarrollo, tanto en los Estados Unidos como en Europa, de
movimientos racistas y xenófobos, que han redescubierto una antropolo-
gía de la desigualdad fundada sobre la objetivación de las culturas y de
las comunidades locales como entidades naturales, orgánicas, unitarias y
monolíticas, y sobre la demonización de las culturas extranjeras y diver-
sas. De aquí también la opción por la violencia y por la exclusión, bajo la
enseña de la oposición amigo/enemigo, y consecuentemente por la demo-
lición de las libertades fundamentales mismas como precio necesario de
una ilusoria seguridad. Es el imperio del miedo, construido en los Estados
Unidos, según la hipótesis de Benjamin Barber,
12
que podría expandirse a
escala global.
Es en este terreno, más que en ningún otro, donde se mide la tendencial
degeneración fundamentalista de las democracias occidentales, debida a
su incapacidad de pacífica convivencia con el resto del mundo. Una de-
generación que contradice la laicidad de las instituciones y cuyo síntoma
más elocuente es el paradigma del enemigo. La guerra actual, como se
ha visto, ha asumido connotaciones terroristas, configurándose cada vez
más abiertamente como exterminio de masas que golpea sobre todo a las
poblaciones inermes. Su inmoralidad y su ilegalidad son por ello tan radi-
cales que en estos años han podido ser relanzadas, tras su solemne repudio
como “flagelo” en la Carta de la
ONU
y de muchas constituciones naciona-
les, solamente para derrotar al enemigo como mal absoluto en nombre de
una moral a su vez absoluta, signo de un nuevo fundamentalismo, opuesto
pero simétrico al que anima al terrorismo. Bajo este aspecto, la impresión
es que se está asistiendo a un retorno a las viejas guerras de religión. No
12
B. R. Barber,
Ferar’s Empire. War, Terorism an Democracy
(2003), trad. italiana,
L’impero della
paura. Potenza e impotenza dell’America nel nuovo millennio
, Einaudi, Torino, 2004. Véase también
R. Falk,
L’eclisse dei diritti umani
, en L. Bimbi (Ed.),
Not in my name. Guerra e diritto
, Editori Riuniti,
Roma, 2003, pp. 72-86. (Hay trad. española:
No en mi nombre. Guerra y derecho
, Trotta, Madrid,
2003.) Sobre el papel de la desinformación y de las falsificaciones, promovidas por los aparatos de los
servicios secretos y amplificadas por los
media
, en la construcción del miedo por el terrorismo, véase
el documentado estudio de C. Bonini y G. D’Avanzo,
Il mercato della paura. La guerra al terrorismo
islamico nel grande inganno italiano
, Einaudi, Torino, 2006.
20
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es casual que a esta visión maniquea —el choque de civilizaciones del que
ha hablado Samuel Huntington— contribuya la contraposición al fun-
damentalismo islámico de la religión cristiana —relanzada en estos años
como factor de la identidad occidental— y no los principios del laicismo
y la tolerancia.
De aquí las reiteradas apelaciones a Dios de los “teo-cons” americanos
y los insostenibles oxímorons con los que ha sido re-exhumada y rebau-
tizada la antigua categoría de la
guerra justa
, ahora “guerra ética”, “hu-
manitaria”, “en defensa de los derechos humanos”, como en Kosovo, o de
la “seguridad internacional”, de la democracia y hasta de la paz, como en
Irak. Por otra parte, a la autoidentificación con el Bien en la lucha contra
el Mal se asocian otros dos rasgos característicos del fundamentalismo: la
idea ético-cognoscitiva según la cual el Bien es también la Verdad, que por
eso no tolera dudas y disensos, y a la vez el principio de que el fin justifica
los medios, incluida paradójicamente la mentira, como ha sucedido con la
falsa acusación de colusión con el terrorismo y posesión de armas de des-
trucción masiva, dirigida contra el régimen iraquí, en apoyo de la última
guerra. Es, pues, evidente que las apelaciones ético-religiosas a los valores
de Occidente y a la lucha del Bien contra el Mal sirven eficazmente para
cubrir los verdaderos intereses en juego: los de una economía depredado-
ra y, por otra parte, de un poder militar y político que no toleran reglas,
límites ni controles.
Naturalmente, la pretensión de encarnar el bien y la verdad contra el
mal tiene por efecto la incomprensión de la realidad del terrorismo, obs-
taculizada por una representación simplificada y maniquea del mismo.
Expresiones genéricas como “terrorismo”, “yihad islámica mundial” han
asumido en el lenguaje político significados indeterminados, idóneos para
agregar las formas más diversas de fanatismo, originadas en contextos y
momentos diversos —religiosos, nacionalistas o simplemente políticos— y
al mismo tiempo cualquier forma de resistencia y de oposición. Pero, pre-
cisamente, esta imprecisión del lenguaje, que une fenómenos heterogéneos
bajo una misma etiqueta genera el riesgo de favorecer la alianza entre los
diversos terrorismos y al mismo tiempo impedir, con la simplificación ma-
niquea, cualquier conocimiento del fenómeno que se pretende combatir.
Todo el mundo árabe o al menos sus manifestaciones políticas de rechazo a
Occidente resultan así identificadas con el Islam, asumido al mismo tiempo
como el caldo de cultivo del terrorismo. A su vez el fenómeno terrorista
aparece representado como una entidad unitaria —al-Quaeda, con un úni-
21
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co jefe, Osama Bin Laden— detrás de la cual estaría en cada ocasión un
Estado diverso a agredir y destruir: ayer Afganistán, después Irak, mañana
Irán. Obviamente estas imágenes no tienen nada que ver con la realidad.
El terrorismo islámico está formado por grupos diversos y dispares, difun-
didos de distintas maneras en Irak, Chechenia, Egipto, Indonesia y Europa;
a veces relacionados entre sí, pero cada uno con su historia, identidad y
motivaciones diferentes, que sólo los bombardeos y los carros armados, y
por otra parte, la pobreza y la ignorancia, pueden hacer confluir bajo la
enseña de un odio generalizado a Occidente. Se trata de un fenómeno que
debería ser afrontado, no con la guerra, sino, a corto plazo, con investiga-
ciones policiales diferenciadas, y promoviendo el desarrollo económico y
cultural, a largo plazo.
En suma, si el fin del terrorismo es la guerra y sus armas son el miedo,
el chantaje a las democracias y el ofuscamiento de sus principios y valores,
hay que reconocer que es lo que se está realizando, gracias a la respuesta
americana de la guerra, a la exclusión de la
ONU
, las torturas y la represión
salvaje informadas en la idea del enemigo. La estrategia militar de los Es-
tados Unidos en la lucha contra el terrorismo se ha revelado trágicamente
fallida. Dos guerras con otros tantos estados, cuando las organizaciones
terroristas consisten en variadas redes clandestinas compuestas de indi-
viduos sin rostro, han tenido el único efecto de secundar al terrorismo,
degradar nuestras democracias, acrecentar la inseguridad y reducir las
libertades civiles.
Hay más: gracias a esta confusión entre guerra y punición, se está
produciendo una regresión al estado de naturaleza de la entera convi-
vencia internacional. Ya que las nuevas guerras son “preventivas” y a la
vez “infinitas”, en el sentido de que son castigos ejemplares infligidos a
aquellos estados a los que en cada ocasión se etiqueta de “estados cana-
llas”. Cumplen la misma función del uso terrorista del derecho penal en
un ordenamiento despótico. El instrumento es la fuerza de las armas en
función represiva, además de preventiva. El mensaje es la falta de límites
y de rémoras. El criterio no sólo es el mantenimiento del orden global sino
la venganza —dos guerras, en Afganistán y en Irak, tras los atentados de
las
Twin Towers—
en el sentido primitivo de venganza de la sangre que
golpea al grupo contrario, incluido el inocente.
Frente a estos procesos, el cometido de la cultura jurídica y de la ju-
risdicción es restablecer la radical asimetría entre derecho y crimen, insti-
tuciones y terrorismo, imputados y enemigos. En efecto, la razón jurídica
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del estado de derecho no conoce enemigos y amigos, sino sólo culpables
e inocentes. No admite excepciones a las reglas sino como hecho extra- o
anti-jurídico, dado que las reglas —si se toman en serio como reglas, y
no como simples técnicas— no pueden plegarse a conveniencia según la
ocasión. Y en la jurisdicción el fin no justifica nunca los medios, dado que
los
medios
, o sea las reglas y las formas, son las garantías de verdad y
libertad, y como tales tienen valor para los momentos difíciles tanto más
que para los fáciles; mientras el
fin
no es el éxito sobre el enemigo en
todo caso, sino la verdad procesal obtenida sólo en el respeto de aquéllas
y que padece gravemente cuando se las quebranta. Contraponer al desafío
del terrorismo la alternativa del derecho y de la razón es esencial para
salvaguardar no sólo los principios de garantía del correcto proceso sino
también el futuro de la democracia.